miércoles, 19 de enero de 2011

Las culpas de Tucson


Al discurso incendiario que se ha apoderado del debate público en EEUU, se le atribuyó casi por unanimidad la matanza perpetrada contra un mitin político en Arizona en la que resultó herida de gravedad la congresista demócrata Gabrielle Gifford, y fueron asesinadas a sangre fría otras seis personas.
Para los demócratas, la tragedia de Tucson, fue consecuencia de los altos decibeles de la retórica del ala más conservadora del Partido Republicano, nucleada en el Tea Party que lidera la ex gobernadora Sarah Palin. Para los republicanos, se trata del ventajoso aprovechamiento de los demócratas en la búsqueda de rédito político para contrarrestar la pérdida de las elecciones legislativas de noviembre. Según otros, la culpa recae en los medios de comunicación, por su sensacionalismo en la cobertura política y de otros hechos noticiosos.
Es cierto que la diatriba puede inflamar los ánimos y derivar hacia la apología del delito. Sin embargo, si la sicología de las matanzas estuviese determinada por el discurso encendido, uno se debería preguntar por qué no se dan en sociedades polarizadas como en la Venezuela de Hugo Chávez, el Ecuador de Rafael Correa o la Argentina de Cristina de Kirchner, donde estos presidentes, opositores y periodistas se enfrascan a diario en furibundas batallas dialécticas.
Las palabras y los insultos han causado siempre grandes conflictos en la historia, pero lo de Tucson está más atado a la perturbación mental de un joven de 22 años, Jared Loughner, quien aparentemente actuó solo, sin estímulo político, y apoyado por una enmienda constitucional que permite a cualquiera comprar armas de fuego sin restricciones, un tema que se discute cada vez que ocurre una masacre, como la de Colombine o Port Hood, pero que se diluye ante opiniones tan diametralmente opuestas como irreconciliables.
El sheriff demócrata que atiende la causa, Clarence Dupnick, fue quien encendió la mecha el día después de la tragedia al culpar a los republicanos por el nivel retórico de confrontación, olvidándose que su papel era investigar, no opinar sin pruebas. Hasta cinco días después todo pareció sosegarse cuando el presidente Barack Obama, en el homenaje a las víctimas, se sirvió también de las palabras, pero usadas esta vez magistralmente, para llamar a la reflexión, bajar el tono de la discusión partidista y terminar con las culpas.
El mensaje de Obama ayudó a calmar los ánimos. Pero la baja de decibeles fue posible al conocerse información más concreta sobre el hecho, lo que sirvió para neutralizar las opiniones especulativas de los primeros días, como las del sheriff, la de políticos que creyeron ver a un agresor motivado por órdenes del Tea Party o la de periodistas que comunicaron inexactitudes y se sumaron a la riña política.
La ex candidata a vicepresidente Palin saldrá mal parada de este entuerto, porque es proclive a lanzar dardos por fuera de los períodos electorales. Pero mal haría que se autocensure o la censuren, porque su posición sirve para que muchos encuentren el centro entre los extremos de políticas progresistas del gobierno y conservadoras de la oposición. Además, tiene razón sobre que las culpas de los actos monstruosos deben buscarse en ellos mismos y que el debate en EEUU siempre fue acalorado.
Tan apasionado, que el histórico respeto por la democracia y el debate de las ideas en el país, no está exento de violencia política, de locos y mesiánicos. La prueba son las decenas de dirigentes y congresistas que fueron asesinados, así como cuatro presidentes mientras ejercían la Casa Blanca: Abraham Lincoln (1865), James Garfield (1881), William McKinley (1901) y John Kennedy (1963); y Ronald Reagan, que se salvó milagrosamente tras un atentado en 1981.
Tampoco se puede eliminar por completo la responsabilidad de las palabras. El año pasado, los ánimos caldeados – no solo de los políticos - por la reforma de salud y la ley anti inmigrante de Arizona, derivaron en una polarización absurda y en actos vandálicos contra oficinas públicas y de congresistas.
Es bueno el encargo a recuperar el civismo como pidió Obama, pero la lección de vida que se desprende de la masacre de Tucson, debería servir para canalizar un debate profundo y terminar con la hipocresía de glorificar las armas y demonizar las palabras.

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