Las elecciones son la
expresión máxima de la democracia, legitimización del sistema político y del
sentido de nación y Estado. En Venezuela parecen ser todo lo contrario. Han
servido, como las últimas, para el fraude y deslegitimizar al gobierno nacional
y para perseguir a los opositores, como parece ser el objetivo de cara a las elecciones
municipales del 8 de diciembre próximo.
Los dichos de Nicolás Maduro
y la asamblea de legisladores de esta semana, muestran que el régimen venezolano
está incrementando insensiblemente la presión contra cualquiera persona que se
anima a desafiar al régimen. Semana tras semana, desde Disodado Cabello hasta Maduro
o la fiscal nacional, con la aparente consultoría de los cubanos de
inteligencia sembrados por doquier, lanzan acusaciones e investigaciones contra
sectores a los que califican por ser disidentes.
La estrategia de fondo, sin
embargo, enmascara un objetivo más profundo: mostrar que los opositores no son opositores,
sino disidentes políticos de un régimen que es concebido como único,
desvirtuándose así el papel legítimo del opositor en un sistema democrático,
cuya característica esencial es la inclusión de las minorías y la convivencia
de la pluralidad y diversidad de vertientes políticas y de opinión.
Hay para el público en
general una imperceptible diferencia entre ser opositor y disidente, pero un
gran abismo cuando se miran esos papeles dentro de regímenes autoritarios, como
el de Venezuela, cuyo partido gobernante tiene al oficialismo de Cuba como
estandarte. Las democracias tienen oposición, los regímenes autoritarios
disidentes.
Maduro pidió, como Hugo Chávez
lo consiguió numeras veces y una vez por 18 meses, poderes especiales para
dictar leyes por decreto y gobernar a sus anchas. La excusa hoy es acabar con
la corrupción, pese a que existe toda la legislación habida y por haber en esta
materia pero que rara vez se aplica contra los funcionarios y amigos del
régimen. La estrategia es simplemente mostrar mano dura, demostrar que la
oposición es corrupta y pasarle factura a su máximo exponente, Henrique
Capriles, quien todavía desconoce a Maduro como presidente, hasta doblegarlo.
Ahora la pelota de la
corrupción se la han arrojado a uno de sus colaboradores más cercanos de
Capriles en la gobernación de Miranda, Oscar López, a quien incluso el régimen
optó de tildarlo de homosexual y maricón, un tiro que le salió por la culata.
En esa vorágine descalificadora con insultos de todo tipo nadie se salva, da lo
mismo que Cabello asegure que Capriles es un “fascista asesino”, que a Miguel
Henrique Otero, director del diario El Nacional, lo traten de callar
inventándole deudas y pleitos judiciales del pasado o multas por haber
publicado fotos de una morgue con cadáveres amontonados o que se también se coaccione
económicamente al Grupo 6to Poder para que algún comprador testaferro del
gobierno (como sucedió con Globovisión) se quede con otro medio más.
La mejor forma de medir el
autoritarismo de un gobierno es por la forma en la que trata a sus contrincantes.
Si los trata bajo las reglas del debate, el disenso y la negociación, es obvio
que habla de oposición. Si no los escucha, descalifica y persigue, los
convierte en disidentes.