El futuro de Manuel Zelaya depende de Porfirio Lobo. Los políticos tienen gran facilidad para adaptarse a los buenos y malos tiempos. Manuel Zelaya no se fue de Honduras todavía, pero como sabio zorro político ya augura su llegada.
Creo que Porfirio Lobo es tan responsable de su salida, como lo será de su llegada nuevamente. Todo dependerá de que tal haga las cosas como Presidente. Si lo hace bien, demorará la entrada de Zelaya al terreno político, pero si no le va bien en su primer año, pronto se empezará a hablar de Zelaya. Muchos lo reclamarán y se sentirán arrepentidos y sus amigos lo apoyarán como si se tratara del regreso del salvador.
Los ejemplos son muchos. La política es un péndulo y lo que hoy parece muy descartado mañana es totalmente viable. ¿Quién hubiera pensado sobre el giro de Zelaya hacia la izquierda? ¿Quién hubiera pensado que Sebastián Piñera le arrebataría a la Concertación chilena la presidencia que mantuvo por más de 20 años? ¿Y que de Scott Brown quien arrebató a los demócratas liderados por Barack Obama el principal asiento del senado? ¿Y que del PRI que está repuntando en México para las futuras elecciones presidenciales, después de que fue expulsado por el PAN tras más de 70 años de hegemonía política?
Y hasta Carlos Menem piensa en la presidencia aunque haya pasado por más de un juzgado y ni hablar de Alberto Fujimori, que aunque está purgando cárcel por 25 años, pudiera ser amnistiado por su hija Keiko, como prometió, en caso de que llegue a la presidencia.
El futuro de Zelaya no le pertenece a él mismo sino al desarrollo de los eventos. O bien tendrá que escuchar a la justicia, aunque una amnistía lo reivindicará desde República Dominicana o México donde él elija vivir después del miércoles, o dependerá de cómo le vaya a Lobo. Pero lo que es definitivo, es que así esté fuera o dentro del giro político, independiente o fuera de su partido, Zelaya se mantendrá expectante en la órbita política hondureña.
Quiero contarles sobre los procesos creativos de esta nueva historia sobre la verdad, la libertad y el miedo al futuro. Es mi nueva novela y espero publicarla cuando se sincronicen los planetas (las editoriales) o cuando se me acabe la paciencia y decida autopublicar -- Los contenidos de mi blog Prensa y Expresión están en el archivo. Blog por Ricardo Trotti
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enero 24, 2010
octubre 17, 2009
Sillones presidenciales
Las condenas por corrupción dictadas esta semana contra los ex presidentes Rafael Angel Calderón de Costa Rica y Alberto Fujimori de Perú, así como el nuevo proceso al argentino Carlos Menem, profundizan el desprestigio al que se ha sometido al sillón presidencial.
El enjuiciamiento de los ex mandatarios forma parte de la tragicomedia de las instituciones latinoamericanas. Hay que armarse de sentido del humor para no dejarse impresionar por la gama de delitos tan colorida como el arcoíris, así como por la suerte de sus responsables: pocos tras las rejas, algunos aprisionados en sus domicilios, muchos exiliados, todos degradados.
En este melodrama se encuentran dictadores despiadados castigados por robar bebés como el argentino Rafael Videla, procesados por cuentas bancarias secretas y pasaportes falsos como el chileno Augusto Pinochet, en cuyo país se atrapó al tres veces presidente peruano Alberto Fujimori, quien renunció por fax desde Japón, después de que su Congreso lo declarara “incapacitado moral” para gobernar. Así emuló al mexicano Carlos Salinas de Gortari que escapó a Irlanda tras cargos de corrupción, los mismos por las que el brasileño Collor de Melo renunció antes de que lo impugnara su Congreso y por las que el ecuatoriano Abdalá Bucaram fue destituido por el suyo, aduciéndose “incapacidad mental para gobernar”.
La justicia, inhibida de accionar contra los presidentes en ejercicio porque gozan de inmunidad constitucional, debe esperar el término de mandato para procesar los abusos. Así, la exención ante el delito se convierte en impunidad por lo que muchos pueden seguir gobernando, sin mayores problemas, a pesar de valijas llenas de dólares enviadas por otros gobiernos o transferencias bancarias de grupos guerrilleros y narcotraficantes para fondos de campañas electorales.
Esta semana los italianos resolvieron este intríngulis entre la inmunidad y la impunidad. El Tribunal Constitucional determinó que todos son iguales ante la ley como reza la Constitución, incluso para los cuatro cargos más altos del gobierno, entre ellos el del primer ministro Silvio Berlusconi, quien en lo sucesivo podrá ser enjuiciado como cualquier hijo de vecino por casos de corrupción.
La decisión italiana plantea la pregunta de si será conveniente que exista la inmunidad para que los dirigentes puedan gobernar sin distracciones o si es mejor que la justicia pueda actuar en cualquier momento, disuadiendo a quienes cometen abusos con desparpajo.
De haber existido la fórmula italiana, tal vez se hubieran limitado aquellos que robaron sin vergüenza como el nicaragüense Arnoldo Alemán, el haitiano Jean Claude Duvalier y el panameño Manuel Noriega; o quizás el venezolano Carlos Andrés Pérez y los paraguayos Luis Angel Macchi y Carlos Wasmosy no hubieran malversado fondos; o el argentino Fernando de la Rúa hubiese evitado sobornos, igual que el costarricense Miguel Angel Rodríguez, quien debió renunciar a su flamante cargo de secretario de la OEA.
La lista de delitos y ex presidentes delincuentes es prominente y hay dos hechos que la alargan y fomentan. Por un lado, un sistema de exilio político permisivo como el que potenció el ex presidente panameño Martín Torrijos al dejar la presidencia en junio, otorgándoles "asilo diplomático permanente" al haitiano Raúl Cedras, al guatemalteco Jorge Serrano Elías y a Bucaram. Y por otro lado, unas reformas constitucionales que mediante la reelección presidencial dotan a sus portadores de inmunidad e impunidad a perpetuidad, como los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador. Algo que intentará el paraguayo Fernando Lugo, quien para lograrlo, deberá levantar la prohibición de reelección que data de la reforma de 1992, que tuvo la intención de evitar, justamente, cualquier asomo autoritario, en respuesta a la dictadura de Alfredo Stroesner.
La corrupción parece traspasar las ideologías y los sistemas. Fue popular en las dictaduras, en los procesos neoliberales y socialdemócratas y sigue siéndolo en los presentes neopopulismos. No es difícil imaginar la suerte que tendrán muchos de los presidentes actuales, sospechados de abusos e irregularidades.
El ex mandatario colombiano Alfonso López Michelsen solía decir que los ex presidentes se parecían a los “muebles viejos”, porque nadie sabía qué hacer con ellos. Sin embargo, por la conducta corrupta, penal y auto degradante de sus titulares, pareciera que los sillones presidenciales están solo destinados a servir de leña para la hoguera de la historia.
El enjuiciamiento de los ex mandatarios forma parte de la tragicomedia de las instituciones latinoamericanas. Hay que armarse de sentido del humor para no dejarse impresionar por la gama de delitos tan colorida como el arcoíris, así como por la suerte de sus responsables: pocos tras las rejas, algunos aprisionados en sus domicilios, muchos exiliados, todos degradados.
En este melodrama se encuentran dictadores despiadados castigados por robar bebés como el argentino Rafael Videla, procesados por cuentas bancarias secretas y pasaportes falsos como el chileno Augusto Pinochet, en cuyo país se atrapó al tres veces presidente peruano Alberto Fujimori, quien renunció por fax desde Japón, después de que su Congreso lo declarara “incapacitado moral” para gobernar. Así emuló al mexicano Carlos Salinas de Gortari que escapó a Irlanda tras cargos de corrupción, los mismos por las que el brasileño Collor de Melo renunció antes de que lo impugnara su Congreso y por las que el ecuatoriano Abdalá Bucaram fue destituido por el suyo, aduciéndose “incapacidad mental para gobernar”.
La justicia, inhibida de accionar contra los presidentes en ejercicio porque gozan de inmunidad constitucional, debe esperar el término de mandato para procesar los abusos. Así, la exención ante el delito se convierte en impunidad por lo que muchos pueden seguir gobernando, sin mayores problemas, a pesar de valijas llenas de dólares enviadas por otros gobiernos o transferencias bancarias de grupos guerrilleros y narcotraficantes para fondos de campañas electorales.
Esta semana los italianos resolvieron este intríngulis entre la inmunidad y la impunidad. El Tribunal Constitucional determinó que todos son iguales ante la ley como reza la Constitución, incluso para los cuatro cargos más altos del gobierno, entre ellos el del primer ministro Silvio Berlusconi, quien en lo sucesivo podrá ser enjuiciado como cualquier hijo de vecino por casos de corrupción.
La decisión italiana plantea la pregunta de si será conveniente que exista la inmunidad para que los dirigentes puedan gobernar sin distracciones o si es mejor que la justicia pueda actuar en cualquier momento, disuadiendo a quienes cometen abusos con desparpajo.
De haber existido la fórmula italiana, tal vez se hubieran limitado aquellos que robaron sin vergüenza como el nicaragüense Arnoldo Alemán, el haitiano Jean Claude Duvalier y el panameño Manuel Noriega; o quizás el venezolano Carlos Andrés Pérez y los paraguayos Luis Angel Macchi y Carlos Wasmosy no hubieran malversado fondos; o el argentino Fernando de la Rúa hubiese evitado sobornos, igual que el costarricense Miguel Angel Rodríguez, quien debió renunciar a su flamante cargo de secretario de la OEA.
La lista de delitos y ex presidentes delincuentes es prominente y hay dos hechos que la alargan y fomentan. Por un lado, un sistema de exilio político permisivo como el que potenció el ex presidente panameño Martín Torrijos al dejar la presidencia en junio, otorgándoles "asilo diplomático permanente" al haitiano Raúl Cedras, al guatemalteco Jorge Serrano Elías y a Bucaram. Y por otro lado, unas reformas constitucionales que mediante la reelección presidencial dotan a sus portadores de inmunidad e impunidad a perpetuidad, como los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador. Algo que intentará el paraguayo Fernando Lugo, quien para lograrlo, deberá levantar la prohibición de reelección que data de la reforma de 1992, que tuvo la intención de evitar, justamente, cualquier asomo autoritario, en respuesta a la dictadura de Alfredo Stroesner.
La corrupción parece traspasar las ideologías y los sistemas. Fue popular en las dictaduras, en los procesos neoliberales y socialdemócratas y sigue siéndolo en los presentes neopopulismos. No es difícil imaginar la suerte que tendrán muchos de los presidentes actuales, sospechados de abusos e irregularidades.
El ex mandatario colombiano Alfonso López Michelsen solía decir que los ex presidentes se parecían a los “muebles viejos”, porque nadie sabía qué hacer con ellos. Sin embargo, por la conducta corrupta, penal y auto degradante de sus titulares, pareciera que los sillones presidenciales están solo destinados a servir de leña para la hoguera de la historia.
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