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abril 22, 2014

Los linchamientos y la justicia

Unas pocas palabras de consternación del papa Francisco bastaron para detener una ola de linchamientos en Argentina que se extendió después que una multitud mató al joven David Moreira, por robarle la cartera a una mujer en Rosario.

Los linchamientos se detuvieron pero no su causa: Un sentimiento y experiencia ciudadana de impotencia, indefensión e inseguridad ante una serie de delitos que el Estado no parece que pueda controlar.

La justicia por manos propias demuestra que la gente está cansada de la ineficiente administración de justicia, y que pide soluciones concretas para terminar con la inseguridad y la impunidad. No es casualidad que esta reacción popular, autodefensiva y primitiva, haya florecido mientras los políticos debatían una propuesta de reforma al Código Penal que reduce las penas a ladrones y narcotraficantes, hoy, según encuestas y titulares de diarios, dos problemas que más quitan el sueño a los argentinos.

Un estudio reciente, divulgado por Naciones Unidas demuestra en forma palpable que en los países con más impunidad o menos castigos, los delitos tienden a crecer. No es casualidad que el continente americano es donde se registró la mayor cantidad de asesinatos del mundo en 2012 – 36% de los 437 mil – pero, al mismo tiempo donde existe menor tasa de condenas judiciales, con 24 por cada 100 mil habitantes. Por el contrario, Europa contó solo con el 5% de homicidios, y una tasa de condenas mucho mayor: 81 por cada 100 mil habitantes.

La falta de justicia ordinaria suele degenerar en casos de ajusticiamiento popular, un tema endémico en América Latina, que ahora abarca a Argentina y a Brasil, pero que es recurrente en Bolivia, Guatemala y México, donde el fenómeno también está ligado a la justicia comunitaria y ancestral.

Más allá de cuestiones culturales, la justicia por manos propias muestra que está causada por la debilidad o ausencia de las instituciones, en especial en el interior de los países, aquellos que giran en torno a sus capitales. La mayoría de las veces se trata de un problema de falta de recursos y profesionalización del ministerio público y, muchas otras, porque la policía y la justicia son permeables a la corrupción generada por la política, el sector privado y el crimen organizado. Todo esto, además, agravado por el amarillismo de los medios, la falta de independencia judicial y el clima polarizado generado por la política.   

La falta de instituciones y de justicia también ha llevado a que en algunos países los linchamientos sean crímenes de odio, aprovechados por homofóbicos y xenofóbicos para tareas de “limpieza social”. Así han proliferado los escuadrones de la muerte en Brasil, Chile y Argentina o ejércitos clandestinos de autodefensas como en Colombia y en el México actual, transformándose en movimientos incontrolables que generan mayores abusos que soluciones.

Los linchamientos aparentan acercar soluciones porque resuelven en minutos lo que la justicia ordinaria tarda años. Pero el problema es que trastocan el principio de la proporción entre el delito y la pena. De ahí que a Moreira se le haya “sentenciado” a muerte por haber robado una cartera. El juez, bien o mal, actúa según un orden legal y social, mientras que en la masa, como se observó en Rosario, las personas, refugiándose en el anonimato, se desinhiben, pierden la razón, contagian violencia a otros y confunden justicia con venganza.
Para acabar con este círculo vicioso del que se nutren la inseguridad, la impunidad y la justicia por manos propias, el reto de América Latina es aumentar los presupuestos demostrando que la justicia no es un gasto sino una inversión, permitiendo mayor acceso a mejor justicia; la fórmula eficiente que utilizaron los países más desarrollados del continente, como EE.UU. y Canadá, para controlar la corrupción y el crimen, y para alcanzar más desarrollo e igualdad. El otro desafío es dotar de mayor profesionalización y valores de honestidad a las policías, como se logró en Chile y Colombia, para combatir delitos cuyo número se ha triplicado en la última década.

Pero para emprender cualquier cambio, como este que es cultural, el primer paso lo debe dar el poder político evitando seguir linchando al Poder Judicial o manipularlo como un instrumento político para alcanzar sus fines. 

diciembre 26, 2009

¿Justicia o venganza?

En un ambiente de inseguridad e impunidad potenciado por una justicia que no se aplica con rigurosidad, eficiencia ni rapidez, muchos ciudadanos optan por hacer justicia por manos propias, a menudo con resultados espeluznantes.

Esta semana, cansados de escenas repetidas de delincuencia sin castigo, pobladores de Bolivia y Guatemala lincharon a varios ladrones en actos de escarmiento público, en los que las víctimas fueron torturadas, mutiladas e incineradas, ante la impotencia de las autoridades.

Los linchamientos aparentan ser actos de redención ciudadana, aunque al no existir debido proceso, son episodios de venganza violenta que trastocan el principio de proporcionalidad de la milenaria Ley del Talión (ojo por ojo, diente por diente…), cuyo espíritu ha permeado legislaciones y códigos modernos, para su aplicación única por parte de jueces ordinarios.

La desproporcionalidad y la rapidez caracterizan a la justicia popular. A las masas les da lo mismo matar a un asesino que a un ladrón de gallinas. Y muchas veces se equivocan. Un caso notorio fue el del hijo de un fiscal peruano, que al regresar a su país en septiembre, a la ciudad de Juliaca, una turba enardecida lo confundió con un ladrón. Horas después, y a pesar de gritar por clemencia, fue atado a un poste e incinerado.

Lo grave es que los linchamientos están ganando adeptos según aumenta la inseguridad. Un 73% de los latinoamericanos tiene miedo a ser víctima de un delito, según la Secretaría General Iberoamericana; otro estudio reciente del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo muestra que 12% de costarricenses, 14% de salvadoreños y 18% de nicaragüenses aprueba la justicia por mano propia.

En la región boliviana de Cochabamba, donde fueron ajusticiados tres delincuentes de un total de 14 muertes ocurridas en 40 casos este año, las víctimas fueron calcinadas frente a un grupo de niños, tras ser arrebatadas a un destacamento policial, ante la convicción colectiva de que no se impartiría justo castigo. Los policías, amenazados de engrosar la hoguera humana, nada pudieron hacer ante la masa.

En las comunidades alejadas de los centros urbanos, los gobiernos suelen ser más débiles para reprimir el crimen, al no haber jueces, fiscales o suficientes policías. Entre la falta de justicia ordinaria y los ajusticiamientos se gesta un círculo vicioso de impunidad y mayor violencia difícil de contener. En Guatemala, el país más golpeado por este fenómeno, no solo fueron acribillados 42 personas, en 110 casos de linchamiento este año, sino que fueron incendiadas cinco estaciones de policía y diez patrulleros al tratar de detener a las turbas.

Esta impunidad está alimentada por la protección y el anonimato de las masas que no permite identificar a los agresores y por las amenazas contra los auxiliares de justicia en caso de que prosigan sus investigaciones. Además, en países como México y Colombia, existen casos de linchamientos no espontáneos, organizados por escuadrones de la muerte para “limpiar” indeseables o perpetrar venganzas.

Un problema difícil de resolver es la percepción popular de que la justicia por manos propias resuelve en un par de horas lo que la ordinaria demora años, disuadiendo a los delincuentes a reincidir en sus comunidades. Por ello, no se trata solo de imponer nuevas y rigurosas leyes, sino de cambiar conductas que están arraigadas en culturas ancestrales. Los obispos guatemaltecos, conscientes de ello, comenzaron domingos atrás en sus homilías a condenar estos actos como feroces y criminales, pero reconociendo la debilidad del estado para impartir justicia.

El desafío para muchos países es grande. No solo se trata de una disyuntiva judicial y cultural, sino también económico, porque desalienta las inversiones extranjeras y el turismo.

Se espera que Bolivia, donde ya está en marcha una reforma judicial tras la aprobación de su nueva Constitución en enero, pueda alcanzar una fórmula eficaz para replicarse en otros países, enfocada en la educación y en una justicia más rápida y eficiente, capaz de crear una cultura de la legalidad y mayor confianza en las instituciones.

Evo Morales sabe de este desafío y lo definió muy bien esta semana al reaccionar a los linchamientos: “(son) llamados de atención terribles, dramáticos y horrendos que obligan a los gobernantes a avanzar en los procesos de construcción democrática”.

Tensión entre la verdad y la libertad

Desde mis inicios en el periodismo hasta mi actual exploración en la ficción, la relación entre verdad y libertad siempre me ha fascinado. S...