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mayo 30, 2009

Marchas y contramarchas

Movilizaciones El video póstumo del abogado Rodrigo Rosemberg que acusó a la Presidencia de Guatemala de ser responsable de su asesinato, arrastró al presidente Álvaro Colom a incurrir en un grave abuso de autoridad: organizó una marcha masiva con sus partidarios políticos y empleados de la administración pública, para contrarrestar una protesta legítima de la sociedad civil que grita por más justicia y menos impunidad.
Este recurso utilizado por Colom es habitual entre otros gobiernos latinoamericanos. Las contramarchas o movilizaciones de auto apoyo gubernamental, como también las organizan Hugo Chávez, Daniel Ortega y Cristina de Kirchner, entre otros presidentes, buscan neutralizar protestas públicas de oponentes; intimidar a disidentes, creando inseguridad para desmotivar futuros reclamos; mostrar o medir fuerza política; y polarizar, lo que atomiza a la población que se ve obligada a escoger entre estar a favor o en contra, todo o nada, sí o no.
Las contramarchas son antidemocráticas desde su concepción. El derecho de reunión, explícito en todas las constituciones del continente - junto a los de la vida, expresión, justicia y libre asociación - es un derecho de la persona como individuo, y el Estado, como entidad jurídica, no lo puede asumir como suyo, sino garantizarlo, defenderlo y protegerlo.
Sobre este deber de protección del Estado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en un fallo de febrero contra Venezuela en materia de libertad de expresión - lo que puede ser extrapolado al derecho de reunión – manifestó que si bien los gobernantes pueden expresarse libremente (o promover una manifestación) tienen más restricciones y responsabilidades que los individuos, ya que no pueden menoscabar las garantías individuales, mucho menos en situaciones de conflictividad y sensibilidad social, debido a los riesgos que se pueden generar contra las personas y grupos involucrados.
Las contramarchas suelen tener además tres características que las desacreditan institucionalmente. Dilapidan recursos públicos, utilizan fuerzas de choque para atemorizar y promueven métodos propagandísticos anti minorías.
Valen estos ejemplos. Se calcula que el presidente Colom gastó casi un millón de dólares para convocar a miles de funcionarios partidarios electos de todo el país a su movilización y así debilitar los efectos del video de Rosemberg. Es conocido que el chavismo venezolano, el sandinismo nicaragüense y el kirchnerismo argentino reclutan fuerzas de choque - camisas rojas, consejos del poder ciudadano y piqueteros - para contrarrestar manifestaciones estudiantiles, marchas por elecciones fraudulentas o en apoyo al sector agropecuario. Y más grave aún, es que los gobiernos, al mantener aceitados sus aparatos de propaganda ideológica para arengar a sus mayorías, olvidan que la democracia implica atender y respetar las necesidades de las minorías.
Entre esas minorías se ubican las fuerzas de oposición, las que sí pueden adjudicarse el derecho de reunión. Por eso no es malo que Manuel López Obrador reúna a miles todos los días en las calles de México para acusar a Felipe Calderón de haberle robado la Presidencia; y es bueno que Calderón no salga a contestar con una contramarcha para justificar su legitimidad.
A un gobierno democrático no se le ocurriría perder el tiempo en organizar marchas políticas de auto apoyo. Michele Bachelet ni Nicolás Sarkozy ni Barack Obama convocarían a sus masas de partidarios para contrapesar las quejas de la oposición sobre carencia de justicia o transparencia.
Los gobiernos deberían hasta abstenerse de convocar reuniones masivas para promover fines altruistas, como el de José Luis Rodríguez Zapatero en contra de la violencia de la ETA o el de Alvaro Uribe por los secuestrados de las FARC. Es que al final, como el hábito hace al monje, pueden terminar cayendo en la tentación de utilizar los métodos de las contramarchas para incentivar otros fines de corte político o comprar mayores lealtades.
Aunque las contramarchas no son ilegales, porque no hay leyes que las reglamenten, prohíban o condenen, demuestran la debilidad del gobierno, siendo ética y democráticamente reprobables. Los Congresos deberían ser los encargados de fiscalizar a los gobiernos que las organizan, porque derrochan recursos que pertenecen a todos los ciudadanos; porque masifican a las mayorías violentando a las minorías; y porque polarizan y atomizan, motivando a que seamos cada vez más apáticos y descreídos de las instituciones democráticas.

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Desde mis inicios en el periodismo hasta mi actual exploración en la ficción, la relación entre verdad y libertad siempre me ha fascinado. S...