El cierre del gobierno
federal estadounidense por desacuerdos entre el presidente demócrata y los
legisladores republicanos sobre el tamaño del gobierno y el gasto público en
torno a la nueva ley de salud pública, Obamacare, alimenta los sueños de los
agoreros de siempre que predicen el comienzo del fin del imperio, como antes
creyeron ver ese síntoma en la crisis financiera post Setiembre 11.
Así como el maya o el
napoleónico, es verdad que todo imperio no dura para siempre. Pero a juzgar por
las grandes multinacionales que hoy dominan el comercio mundial e influyen en
la cultura global, la supremacía estadounidense no parece que se desplomará ni
en esta ni en la generación de nuestros tataranietos.
En el reciente informe de
Interbrand sobre las 100 marcas más valiosas del planeta, de las primeras diez
más prestigiosas, ocho son norteamericanas, salpicadas por la surcoreana
Samsung y la japonesa Toyota. La primera ahora es la siempre sorprendente Apple,
relegando a Coca Cola al tercer puesto después de liderar la lista por 13 años consecutivos.
Google se anota segunda y luego IBM, Microsoft e Intel completan la élite, demostrando
que en la era digital, EE.UU. lleva la delantera y su industria del
conocimiento se estableció como la nueva revolución.
La lista no es antojadiza.
Son las compañías más influyentes no tanto por su poderío económico, por la
cantidad de empleos directos e indirectos que crean, sino porque cambiaron la
forma que consumimos, nos comunicamos y comportamos. Son las que nos acompañan
a diario, de Pepsi a la mexicana Corona o Sony a Mastercard; las que nos
despiertan admiración, de Ferrari a Harley Davison; las más accesibles, de Zara
a McDonalds; y con las que soñamos o hasta nos invitan a comprar productos
falsos, de Louis Vuitton a Cartier.
Las enseñanzas de las
grandes marcas pueden aplicarse a cualquier tipo de negocio o actividad. En
esta época de redes sociales y consumidores más activos y alertas, no alcanza
con publicidad y mercadeo. El valor de la marca no es solo calidad del
producto, sino la experiencia que se tiene con ellos, como Nike que permite a
los clientes diseñar sus propias zapatillas. O Apple, cuyas largas colas para
comprar los iPhone 5C y los más baratos 5S, no se forman por la estética y
diseño de los móviles, sino por la expectativa de su contenido, las nuevas
experiencias y la utilidad que el usuario tendrá con aplicaciones que pueden
medir las calorías que consume o saber cuáles son las calles más
descongestionadas.
Steve Jobs no trascendió por
la forma de hacer marketing, sino por su visión. Revolucionó su industria,
pensó en grande, amasó objetivos audaces; el equivalente al Henry Ford de
comienzos del siglo pasado, cuando masificó la producción de automóviles, transformando
los hábitos y la forma que nos transportamos.
Tampoco basta con la visión
si esta no es transparente y de fines nobles. Las empresas hoy están exigidas a
tener una alta cuota de responsabilidad social que va más allá de la utilidad
de sus productos. De ahí que Google al tiempo de mejorar su algoritmos de
búsqueda en internet, también experimente sobre cómo aminorar la vejez del ser
humano; que Prada evolucione la calidad de sus productos, al tiempo que sea
gran benefactor de las artes; que Mercedes imponga más lujo, pero investigue sobre
nuevas energías renovables o que Sprite no solo “calme la sed”, sino busque cómo
dar acceso al agua potable a 800 millones de personas en el mundo.
También es cierto que muchas
de estas compañías buscaron atajos, cometiendo grandes pecados. Desde la sueca
Ikea, cuyos muebles hacía fabricar en cárceles atestadas con presos políticos
como las de Cuba; o Nike cuyas zapatillas, mientras eran diseñadas por
deportistas de élite, las fabricaban niños y obreros con salarios de esclavo; y
hasta Apple que también ascendió por prácticas poco santas frente a su rival Samsung.
De todos modos, la lista de Interbrand, más allá de mostrar el valor agregado que las grandes compañías privadas aportan con su innovación y creatividad, y cómo modifican nuestras vidas, nos invita a pensar que cualquier negocio o actividad individual, del tamaño o disciplina que fueren, debe estar enfocado a mejorar y transformar nuestro mundo, aunque este no vaya más allá de nuestro vecindario.