Ni los grandes avances como
la exploración de Plutón o los retrocesos como la destrucción terrorista de los
monumentos históricos de Palmira, tuvieron la fuerza suficiente para sacudir al
mundo como dos pequeñas instantáneas tomadas en el lugar y momento oportunos.
Las fotografías de Aylan
Kurdi, el niño sirio encontrado ahogado en las costas de Turquía y las del abatido
león Cecil junto a sus cazadores en Zimbabue, demuestran que la humanidad se estremece
y reacciona cuando tocan sus fibras más íntimas.
Aylan no es el primer niño
sirio refugiado que muere, también falleció su hermanito dos años mayor que él
y su madre; muchos otros perecieron ahogados cerca de Lampedusa en 2013 y
decenas entre los 800 náufragos del Mediterráneo este año.
Cecil tampoco fue el
único león cazado, hay miles más en el mercado negro de trofeos de caza que
mueve billones y que potencia la extinción de muchas especies.
¿Por qué entonces unas
historias del montón de repente cobran vida, aceleran los tiempos, impactan la
conciencia colectiva y se transforman en puntos de inflexión? Porque se trata
de relatos simples y de comprensión rápida, de historias individuales que transmiten
valores universales, que posicionan a la gente frente a su propio yo y a
ponerse en los zapatos del otro, de ahí la invasión en las redes sociales de
carteles indignados: “Yo soy Aylan” y “Yo soy Cecil”.
Las historias con nombre y
apellido permiten a la gente identificarse con las víctimas y los débiles, con el
sufrimiento y la indefensión. Fotografías como las de Aylan apelan a las
emociones, crean movimiento y acción; otras, tal vez más dramáticas como las del
desastre nuclear en Fukushima, solo afectan el raciocinio, creando algo de
empatía y un poco de indignación.
De ahí se entiende que los
europeos y sus gobiernos hayan reaccionado ahora por la foto de Aylan y no
antes con las historias de 4 millones de sirios que vienen buscando refugio desde
2011. Aylan abrió el corazón de los burócratas o avergonzó a quienes debieron
actuar para calmar la indignación. Por una u otra causa, Alemania anunció asilos
masivos, y en las calles de Austria, Suiza o Italia, las caravanas de
refugiados encontraron compasión y ayuda samaritana.
Aylan apeló a la Europa más
empática, caritativa y generosa que ni siquiera había podido mover el papa
Francisco desde que pronunció aquel discurso desgarrador a favor de los
refugiados en su visita a Lampedusa. Aylan, de golpe y porrazo, destrozó los
mensajes xenofóbicos de nacionalistas y proteccionistas.
Cecil conmovió de igual
manera. Un solo león fue capaz de contar una historia mucho más fuerte que la
quema de millones de toneladas de marfil que se le confisca anualmente a los
contrabandistas o que la del rey Juan Carlos durante su caza furtiva en las
praderas de Botsuana. Cecil dejó de ser león, convirtiéndose en un mensaje que
desnudó la capacidad destructora del hombre frente a la Creación. Más que eso,
sirvió para achacar el uso del dinero para comprar, explotar o destruir
cualquier cosa que le viene en gana, desde vida silvestre, a esclavitud laboral
o prostitución infantil. Cecil gritó contra la arrogancia y la corrupción.
La irrupción de los
teléfonos inteligentes y sus potentes cámaras fotográficas facilitan que las
historias exploten por doquier y que se cuenten cada vez más en imágenes y no
en palabras, potenciando que las emociones se sobrepongan a la racionalización.
Esto conlleva ciertos riesgos cuando las fotografías no son debidamente
filtradas o cuando las historias son manipuladas. Sucedió en junio del año
pasado con otro niño sirio, Marwan, cuando cruzaba en solitario la frontera con
Jordania, levantando una ola de indignación tan fuerte como la de Aylan. Días
después se supo que la foto fue tomada fuera de contexto, ya que Marwan
caminaba solo, pero a decenas de metros de sus padres.
Así como sucedió esta semana
con la rabia que despertó la zancadilla de la periodista húngara Petra Lászlo contra
un par de refugiados o las selfies pornográficas que algunos políticos
estadounidenses enviaron a sus víctimas, las fotografías de Aylan y Cecil muestran
que los mensajes pueden ser muy poderosos siempre y cuando sean reales y
verdaderos. Esto siempre fue máxima tanto para las palabras como para las imágenes.
trottiart@gmail.com
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