Un halo de esperanza y júbilo
ciudadano invade Guatemala tras haberse asestado un duro golpe a la corrupción.
El presidente Otto Pérez Molina fue forzado a renunciar esta semana y la
vicepresidenta Rosana Baldetti pasó de una cómoda cárcel militar a una de
delincuentes comunes.
Después de años de aferrarse
con uñas y dientes a la inmunidad del sillón presidencial, Pérez Molina y
Baldetti terminaron procesados como líderes de “La Línea”, una banda que cobraba
“impuestos” a empresarios privados, a cambio de permitírseles que evadan
gravámenes aduaneros.
Las pruebas las aportaron la
Fiscalía General y la Comisión Internacional Contra la Corrupción de Naciones
Unidas afincada en el país. Pero fueron los ciudadanos los que presionaron al
Congreso para que les quite la inmunidad y así enfrenten a la justicia
ordinaria. Auto convocados en las redes sociales, reforzaron la tendencia saludable
en muchos países, como Brasil y Honduras, de tomar las calles a puro cacerolazo
para exigir “basta ya de corrupción”.
La victoria ciudadana,
apodada Revolución de la Dignidad, se vio coronada con la exultante fiscal
general, Thelma Aldana, que expresó la trillada frase para estos casos: “(Esto)
es muestra de que nadie es superior a la ley… y que los funcionarios
públicos actuales y futuros… deben sujetarse a la Constitución".
A juzgar por la realidad y
lo que sucede en la mayoría de los países de la región, los dichos de la
fiscal, sin embargo, parecen más un deseo que una sentencia. Es que no es la
primera vez que un presidente guatemalteco termina preso o prófugo por desfalco
- Alfonso Portillo (2000-2004) y Jorge Serrano Elías (1991-1993) - y la
corrupción continúa rampante.
En América Latina donde
pocos presidentes terminan sus períodos sin manchas, procesados, presos o
exiliados – desde Carlos Menem a Alberto Fujimori, de Collor de Melo a Arnoldo
Alemán o de Ricardo Martinelli a José Figueres –, pareciera no existir un
proceso de aprendizaje sobre los errores y fracasos del pasado, una especie de
amnesia político-social generalizada, que permite que la corrupción viva
reciclándose todo el tiempo.
Por eso, aunque la caída de
Otto Molina es excelente noticia, se corre el riesgo de que esta victoria
democrática se evapore tan pronto como las demás, de no tomarse medidas
drásticas para combatir la corrupción. Se trata, además, de remedios que no solo
estén dirigidos a disciplinar a las cúpulas y élites en el poder, sino también que
sirvan para combatir la exaltación de la viveza criolla y la deshonestidad,
desvalores que se han hecho carne y cultura ciudadana.
La corrupción es una máquina
que todo lo devora, trasforma y hasta secuestra las almas de los más decentes. De
ahí que gente honesta como lo fue Otto Molina antes de su elección (o como lo
pueden ser los 14 candidatos guatemaltecos que disputarán este domingo la
Presidencia), termine poco después como líder mafioso mintiéndole y robándole a
sus propios gobernados.
La consecuencia de la corrupción es una
sola y obvia: Subdesarrollo perenne. Las causas son muchas; entre las
principales están la permanencia eterna en el poder, los acomodaticios cambios
constitucionales y la falta de independencia de la Justicia, vicios que se
observan en la mayoría de los países latinoamericanos.
Estas causas se ven más agravadas por la
debilidad técnica, humana y económica de todas las instituciones auxiliares de
la Justicia, como las Procuradurías, Fiscalías, Contralorías y Oficinas
Anticorrupción, que desde el vamos están sin dientes para perseguir a los
corruptos.
A veces se trata de un desbalance
intencionado de los presupuestos, en los que la Justicia recibe mucho menos
recursos que lo que el Gobierno destina a propaganda de obras públicas o
televisación “democrática” del fútbol; a que no se empodera a los ciudadanos en
la cultura de la denuncia o que las denuncias caen en saco roto; y, a que
muchas veces, esos organismos y las oficinas de recaudación de impuestos (que
deberían ser autónomos), terminan siendo utilizados como arietes políticos para
perseguir y tomar represalias contra detractores y opositores.
Hasta que no haya liderazgos que promuevan la honestidad con incentivos y disuadan a los corruptos con castigos severos, la corrupción seguirá evolucionado y reciclándose en forma permanente.
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