Cuba es una isla, con el agravante de que el comunismo castrista y el
embargo estadounidense la aislaron aún más en los últimos 50 años. Sin embargo,
las nuevas relaciones con el gobierno de Barack Obama la han proyectado como la
fruta prohibida que todos quieren saborear.
Los beneficios y desventajas del aislamiento de la sociedad cubana
dependen del observador. El extranjero la ve como una sociedad oprimida,
fracasada y pobre. El gobierno cubano la muestra impoluta, con buena salud,
alfabetizada y sin las imperfecciones que atrae el capital: narcotráfico, criminalidad
y consumismo alienado.
No obstante, para que Cuba se integre y sea continental, el camino
está lleno de piedras. Las más grandes tienen que ver con un sistema político
que no se concibe fuera del monopolio del Estado; cuya Constitución no reconoce
las libertades del individuo, sean de asociación, reunión o de expresión.
Otras trabas son de orden económico, por más que hace tiempo Raúl
Castro esté lidiando con reformas económicas que no terminan de cuajar. Cree en
abrir el mercado, pero manteniendo el férreo control estatal, desconociendo que
se necesita un sector privado vigoroso y libre para alcanzar competencia e
innovación.
Cuba prefiere el sistema chino, con un capitalismo controlado y sin
libertades políticas, tal como Beijing lo viene demostrando y lo confirmó con Hong
Kong. Hasta para lograr esto, los Castro tendrán que confiar el cuentapropismo a
sus ciudadanos y que varias compañías privadas peleen por el mercado. Un mal
ejemplo lo ofrece la primera telefónica que desembarcó en esta nueva era. Es
única y debe trabajar en sociedad con la estatal e ineficiente Etecsa. Sin
competencia, las tarifas serán caras, el desarrollo escaso y no se avizora buen
futuro para el internet como pretende la ONU; que la conexión en los hogares
sea del 50% para 2020, del 4% actual. Una quimera.
En el terreno político las esperanzas son menores. Cuba no está
ofreciendo multipartidismo, elecciones libres ni libertad de reunión ni de
expresión. Esto representa un gran desafío para el Congreso de EEUU que debe
ser coherente con sus políticas y sanciones, pese a los anuncios de Obama de
abrir embajadas y considerar retirar a Cuba de la lista de países que
patrocinan el terrorismo.
El problema es que Cuba fue y sigue siendo una cárcel. Solo a un
puñado de personas se les permite entrar y salir; hasta los “embajadores” –
músicos, bailarines, deportistas – suelen desertar. La diáspora cubana está
compuesta por los movimientos Peter Pan y Mariel, la lotería de visas de EEUU que
beneficia a 20 mil personas por año, los que escaparon en balsas improvisadas a
través del Estrecho de la Florida y los miles que murieron en el intento.
Este desgarro no permite a los cubanoamericanos olvidar el pasado,
aunque empiezan a acostumbrarse a la idea de una Cuba libre. Una encuesta
conocida esta semana muestra que el apoyo de los cubanoamericanos saltó del 48%
en diciembre, apenas se anunció el acuerdo político, al 69% actual. Los mayores
de 65 años, aquellos que optaron por irse o fueron expulsados apenas Fidel
Castro bajó de la Sierra Maestra, son los más resistentes al cambio. Sin
embargo, la mayoría no quiere ni viajar ni invertir en la isla hasta que los Castro
no hayan desaparecido. Nadie confía.
Las conversaciones de esta semana entre funcionarios de ambos países
estuvieron enfocadas en las violaciones a los derechos humanos. A ninguno le
fue bien. EEUU no consigue promesas de apertura y Cuba insiste en su estrategia
de reciprocidad. Quiere que EEUU reconozca sus propias violaciones, sin
entender que lo que está en juego es la transparencia. En EEUU todo es público
y a debate, gracias a un periodismo libre, una sociedad acostumbrada a la
autocrítica y a que se acepta la protesta y la rebelión. El problema en Cuba es
el secretismo, la censura y que no se acepte la supervisión internacional sobre
los derechos humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario