La Iglesia y la Justicia argentinas
han pedido al gobierno detener al narcotráfico antes de que el país se
transforme en un narco Estado. Pero no es fácil, las drogas han calado hondo y
el gobierno no sabe cómo resolver el problema.
Lo primero que debe hacer es
admitirlo, analizar su gravedad y en qué etapa está, comparar lo que se hace en
Colombia, Perú, México y EE.UU., y así determinar su estrategia de lucha. El
narcotráfico tiene tres estadios bien demarcados. Al principio enamora y gana
las simpatías de las clases populares y después de ricas y poderosas. Luego
confunde y corrompe todo. Y en su tercera etapa se vuelve incontrolable,
violento y sanguinario matando todo a su paso. Es el mismo proceso que tiene la
droga cuando entra en el cuerpo del adicto.
Todavía hay tiempo para
hacer algo dicen obispos y jueces. Pero no es sencillo. El país tiene cuatro
elementos del que se nutre y aprovecha el narcotráfico: Pobreza, corrupción, debilidad
institucional y una geopolítica deficiente; está pensado en y desde Buenos
Aires, dejando poblaciones y fronteras a la deriva.
La cultura política
argentina es proclive al clientelismo, no a crear fuentes de trabajo. Es cuando
los narcos se encargan de suplir a los pobres con lo que el Estado no provee. Pablo
Escobar en Colombia y el Chapo Guzmán en México regalaron estadios de fútbol,
clínicas, escuelas, plazas y hasta generaron empleo, porque el narco también
necesita de enfermeras, choferes, músicos, guardaespaldas y tintoreros.
También suplen sueños a los
más jóvenes, que prefieren vivir poco pero bien, que mucho y mal. Así el vicio
escala y el tráfico se hace consumo, y todo se confunde. Llega a las clases más
altas de la mano de modelos y músicos con narcocorridos o cuartetos, corroe a la
farándula, al deporte y más a la política.
El narco penetra y carcome,
y es ilusorio pensar que se queda en el mundo de las drogas. Sus
estratosféricas ganancias se usan para apoyar campañas políticas, como la de
Rafael Correa; para crear diputados como Escobar en Colombia o patrocinarlos
como en el México actual; para arrastrar bancos a lavar dinero; invertir en
inmobiliarias y concesionarios; donar a escuelas e iglesias; comprar y
extorsionar a jueces, policías y periodistas. El narco no deja nada al azar. Se
nutre en la corrupción y dobla la apuesta.
El narcotraficante
establecido penetra en las clases poderosas a base de filantropía, como en sus
orígenes lo hizo con los pobres. Y si es rechazado por su evidencia de
opulencias mal habidas, lo hace en forma indirecta, con sus hijos que se
mezclan socialmente a través de escuelas y clubes exclusivos.
El narcotráfico y las drogas
son como un cometa en cuya cola anidan otros delitos. No es casual que
Argentina ya sea el país con mayor cantidad de robos en América Latina, según
Naciones Unidas. Los malhechores locales se rinden a los narcos internacionales
como si fueran franquicia. Así, juntos, controlan bandas dedicadas a robos,
secuestros, pornografía, prostitución y asesinatos.
En el país pronto los
carteles tendrán nombres, se dividirán el territorio y se matarán entre ellos.
Luego matarán a quienes corrompieron. Y cuando el Estado reaccione ya sea con
militares como en México, agudizarán su estela de muerte y temor. Venderán
protección y generarán autocensura en la prensa. Cuando se institucionalice y
haya miedo de hablar sobre él, la Argentina terminará en narco Estado. Se trata
del círculo metódico del narco.
¿Se puede hacer algo? Sí. Primero,
admitir que el país es de consumo no solo de tránsito, un precio que se está
pagando por complicidad, al haber permitido por más de 30 años que los narcos
descarguen drogas en pistas clandestinas de Santiago del Estero o Salta. Segundo,
se deben buscar referencias de éxitos en la policía depurada de Colombia, las
leyes más severas en Perú, la justicia implacable de EE.UU., y evitar la
ingenuidad de Uruguay de pretender combatir al narcotráfico con la legalización
de la marihuana.
Tercero, es prioritario atender las fronteras y poblaciones más alejadas del país. Y cuarto, lo más importante, hacer una inversión mayúscula en recursos humanos y técnicos para la justicia, ya que su debilidad y la impunidad son el suelo más fértil donde crece el narco y sus negocios conexos del crimen organizado.