Desde hace 13 años, el 11 de
setiembre en Estados Unidos es día de reflexión y de mensajes importantes. Este
pasado jueves no fue la excepción. En la víspera, el presidente Barack Obama delineó
una nueva estrategia anti terrorista.
Esta vez no fue contra el
grupo que se adjudicó en atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York y el
Pentágono en Washington en 2001, sino contra el Estado Islámico (EI). Una
escisión de aquella al-Qaeda, otra falange terrorista que ganó espacios en Irak
y en Siria, pero que se hizo más conocida por su auto propaganda en YouTube, después
de mostrar en vivo la decapitación de dos periodistas estadounidenses, James
Foley y Stephen Sotlof.
Ese mensaje propagandístico fue
el punto de quiebre que animó a Obama a lanzarse de nuevo en una acción militar
en Medio Oriente, cuando todo parecía superado desde el retiro de las tropas de
Irak y Afganistán. Es que después del degüelle público de los periodistas y de
otros videos en que el líder de los yihadistas insistía en acabar con EEUU, el
porcentaje de estadounidenses que favorece el bombardeo contra los terroristas en
Siria e Irak, creció del 54 al 71 por ciento.
Esta vez, Obama tenía todo a
su favor para ser convincente, no como hace un año, en el anterior 11 de
setiembre, cuando debió desistir de atacar a Siria y contentarse que el
presidente Bachar el Asad pusiera su arsenal químico bajo control de la
comunidad internacional. Obama, entonces, no tenía plafond político; ni
siquiera pudo aprovechar que la oposición republicana le exigía acción.
En el mundo de la política
todo es muy difícil. Los republicanos que lo calificaron de timorato por no
haber intervenido en Siria un año atrás, acusándolo de haber permitido que los
terroristas musulmanes se fortalecieran y sean la amenaza que representan hoy,
son quienes ahora imponen restricciones desde el Congreso, presupuesto reducido
y exigen permisos para actuar.
Atento a las críticas que le
lloverían por contradecir su política antibelicista que fue caballito de
batalla en sus dos elecciones, el contexto permitió a Obama sentirse justificado
y empujado a esta nueva aventura bélica. Sin embargo, hizo lo imposible para mostrarse
coherente con su política y prudente con su decisión.
Anunció que ningún soldado
estadounidense estará en el frente de batalla. Habló de respaldo humanitario y técnico,
inteligencia, entrenamiento de rebeldes sirios y de apoyar a un nuevo gobierno
iraquí, al que le reclamó mayor pluralidad e inclusión étnica. Se diferenció de
su antecesor, George W. Bush, que abrió dos guerras en forma unilateral. Habló
de liderar una coalición compuesta mayoritariamente por países árabes,
asemejándose más a la estrategia que tuvo Bush padre durante la Guerra del
Golfo en 1990.
En realidad, todos estos
mensajes terminan perfilándose según el contexto, limitados tanto por las percepciones
de la opinión pública, el clima electoral del momento como por la prédica de
los medios. Es tal la influencia de los mensajes en la preparación de la
guerra, que el canciller John Kerry, de visita en estos días por los países
árabes, no solo trató de consolidar la coalición prometida por Obama, sino de
convencer a las agencias de noticias, como la catarí Al Jazeera y la saudí Al
Arayiba, para que eduquen a la gente sobre los terroristas, con el objetivo de que
sus gobiernos tengan mayor margen de maniobra.
La tarea no es fácil, muchos
gobiernos árabes justifican las acciones de grupos terroristas y los yihadistas
son un grupo entre muchos, con gran influencia en la región. Y por más que se
consolide la coalición para “degradar y destruir” para que los terroristas no
puedan asumirse como Estado, como planteó Obama, el EI quedará como una amenaza
constante y latente.
El mayor temor para EEUU no
lo representan los 30 mil combatientes, sino, entre ellos, miles de extranjeros
y una decena de estadounidenses que podrían entrar sin visa e inadvertidos al
país para cometer actos terroristas.
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