Argentina tendría hoy que
estar festejando la reinserción democrática que se logró hace 30 años. Sin
embargo, está de luto por casi una decena de muertos, consecuencia de los
saqueos y alborotos públicos que siguieron al chantaje de las policías de 17
provincias que dejaron de trabajar o se acuartelaron en protesta por mejores
salarios.
El problema que se originó
en Córdoba la semana pasada hasta que la policía consiguió un aumento salarial,
mimetizándose en los destacamentos de prácticamente todo el país, desnuda una nueva
crisis que va más allá de los problemas económicos que asfixian a los más
vulnerables. Una crisis de la que se deben deslindar responsabilidades.
Primero, las policías. Si bien
todo ciudadano, según la Constitución, tiene garantías a la libertad de
asociación, no todos pueden gozar de los mismos niveles de ese derecho. Si los
policías hubiesen hecho huelga escalonada y no se hubiera producido ningún
desborde de inseguridad, seguramente estarían protegidos por los principios
constitucionales. Si a sabiendas de que su protesta causaría desmanes y
azuzarían mayor inseguridad, y se cruzaran enteramente de brazos para poder
conseguir sus fines, su libertad de asociación estaría más emparentado con el
chantaje que con otra cosa.
Segundo, la población. Por
más vulnerable o pobre que alguien sea, ello no da patente de corso para aprovechar situaciones y transformarse en
un ladrón enmascarándose en el protegido anonimato que ofrecen los saqueos
populares, ya sea para desvalijar supermercados o negocios de electrodomésticos
o generar violencia. Es obvio que esto denota una más profunda que aquella que
deviene de la condición deplorable de muchos que siguen marginados económica y
socialmente.
Tercero, el gobierno. Si
bien este no se comporta como el de Nicolás Maduro que fue quien semanas atrás
incentivó a la población a robar negocios de electrodomésticos, el gobierno
argentino peca por omisión y manipulación. Corto de mente y muy político, miró
hacia el otro lado cuando comenzó la crisis en Córdoba porque se trataba de un
gobernador antagonista, con escasa visión para advertir que todo movimiento de
desorden que comienza en Córdoba como reguero de pólvora siempre termina por afectar
a todo el país. Pero hasta aquí se trata de lo superficial.
En la profundidad, el
gobierno nacional es responsable por manipular, desde los índices de inflación
hasta los de pobreza, y por tratar de remediar absolutamente con dos elementos
que lo transforman a cualquier gobierno en demagógico: Propaganda y
clientelismo. Estos dos elementos son de los que consumen una gran parte del
presupuesto nacional. La propaganda para mostrar un país que está mejor de lo
que está, que vive de las apariencias; y el clientelismo, usado malamente como
sinónimo de empleo, para mantener a la gente medianamente aplacada.
La crisis actual demuestra
que la demagogia tarde o temprano queda desenmascarada, ya que la propaganda
deja de ser eficiente cuando es superada por la realidad y que los clientes del
clientelismo siempre terminarán insatisfechos y pedirán más y más.
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