Hubo en la historia papa
bueno, sonriente, viajero y hasta usurpador. Pero ninguno tan austero como el
jesuita Jorge Mario Bergoglio, de claro contraste con una época frívola y
secular que el escritor Vargas Llosa define como la “civilización del
espectáculo”.
La sorpresa inicial por la
elección del cardenal argentino se disipó apenas se vieron sus primeras señales
y tras honrar a San Francisco de Asís, asumiendo su nombre y vida austera. Su
decorosa rebeldía a los lujos y protocolos acostumbrados, reveló que es el hombre
ideal para lidiar con una Iglesia donde el diablo pareció meter la cola y Dios
dormir, como aseveró Benedicto XVI días antes de renunciar.
Francisco llega en una época
de profunda introspección y autocrítica de la Iglesia. Tendrá que imponer en el
Vaticano la practicidad que usó en Argentina para renovar y transformar a una
curia demasiado conservadora y ensimismada. Debido a su edad y a que las tareas
de restauración llevarán tiempo – limpiar los delitos de corrupción y
pederastia, y terminar con las divisiones intestinas – la renovación sobre
cuestiones de dogma y complejidad moral, quedarán para otro papa en el futuro.
Francisco, después que Benedicto
le dejara el camino libre con denuncias de último momento, será otro pontífice
de transición; encargado de dejar la casa en orden como le pidieron a San
Francisco. Foráneo a la burocracia y los intríngulis políticos del Vaticano,
tendrá más objetividad para limpiar, buscar transparencia, y descentralizar el
poder. Mayor autonomía de prácticas católicas en otras culturas, un liderazgo más
compartido con los laicos, más prominencia de las mujeres y el celibato como
opción, ya no serán temas debajo de la mesa.
El nuevo papa es pragmático
y tal vez algunos cambios sustanciales se avecinan. En su arquidiócesis en
Buenos Aires calificó de fariseos a los curas que no permitían comulgar a las
madres solteras, una contradicción a la firmeza de la Iglesia contra el aborto.
Y siendo no tan ortodoxo como sus antecesores, tal vez pronto se discuta si los
divorciados podrán casarse por iglesia y sobre métodos anticonceptivos para
evitar el sida.
Su nombramiento como el
primer jesuita y salido del “fin del mundo”, es de por sí una revolución. La
Iglesia reconoce así al “continente de la esperanza”, en particular a
Latinoamérica, no porque es donde vive el 42% de los 1.2 billones de católicos
o el español es el idioma más hablado del catolicismo, sino porque es la región
más desigual del mundo y la de la renovación, que inspiró la inclusión y opción
por los pobres, abrazada por el Concilio Vaticano II.
Francisco, ferviente discípulo
del monje capuchino, no necesitó del Concilio o de la Teología de la Liberación
para entender que la reivindicación de los desposeídos es la esencia del dogma
cristiano. Por eso en su primera misa con los cardenales, les pidió renovar la
tarea misionera del cristianismo y seguir a Jesús para evitar que la Iglesia se
transforme en una ONG asistencialista.
No hay que confundir su estilo
simple y dicharachero con tibieza. El gobierno de Cristina de Kirchner experimentó
muchas veces su prédica firme, ya sea contra la corrupción, la pobreza o la
polarización que generan los discursos encendidos de la Presidente.
De ahí que el gobierno se mantenga
distanciado, que diputados kirchneristas hayan preferido honrar al fallecido
presidente Hugo Chávez en vez de celebrar cuando Francisco salía ungido al
balcón, y que se insista que el entonces provincial jesuita no defendió lo
suficiente a los suyos durante la dictadura. Bergoglio desmintió siempre la
acusación, así como testigos de entonces, siendo la Iglesia, como institución, la
que en 2000 pidió perdón público por su tibieza en aquella época.
El cardenal nunca se amilanó
y ahora empiezan a conocerse detalles sobre su obra evangelizadora entre los
pobres. Es fácil augurar que su liderazgo y ejemplo unirán a la Iglesia, habrá
mayor conexión con la gente, los feligreses retornarán a las parroquias y
aumentarán las vocaciones.
El papa Francisco ya hizo historia. Si Dios le
concede sabiduría y salud será un gran restaurador de la Iglesia y limpiará el
camino para que otro papa la renueve. Su austeridad y magnetismo harán el
resto.
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