jueves, 19 de abril de 2012

De Guillén a Maradona y Fidel

El manager del equipo de béisbol Miami Marlins, el venezolano Oswaldo “Ozzie” Guillén, no es el primer deportista famoso en confesar su amor por el dictador cubano. Su frase “I love Fidel Castro” en la revista Time, es similar a la del legendario entrenador argentino Diego Maradona, “Díganle a Fidel que lo amo”, aunque la gravedad de la ofensa de Guillén radica en el contexto en que la cometió.

El derecho a expresar lo que pensamos es un ejercicio complicado. Aunque las leyes amparen ese derecho a decir y hacer lo que sentimos, la libertad de expresión está condicionada por normas éticas de pundonor y sensibilidad, con el fin de que evitemos ofensas y agravios gratuitos.
En EE.UU. donde la libertad de expresión tiene una amplia protección constitucional y la Corte Suprema de Justicia ampara hasta quien quiera quemar una bandera o romper un crucifijo, esos actos están más condicionados legal y moralmente, si se cometieran en un desfile militar de veteranos o en una procesión de Semana Santa, por incitar a la violencia.

Aunque Guillén tiene todo el derecho a decir lo que piensa, como se argumentó en otras ciudades y en el exterior; también se justifica el enojo de muchos en Miami que preferirían verlo expulsado del equipo a que solo le hayan disciplinado con cinco juegos de suspensión sin goce de sueldo. Para muchos, se trata de una leve sanción que no repara la burla ni la ofensa de alguien que trabaja y vive a costilla de decenas de miles de fanáticos beisboleros que fueron perseguidos, torturados, expulsados o que escaparon de la férrea dictadura de los Castro.

Si bien en una conferencia de prensa esta semana Guillén admitió su error e imploró perdón, no muchos quedaron convencidos de darle una segunda oportunidad por temor a las reiteraciones. Es que Guillén como Maradona, tiene un temperamento verborrágico y desafiante, sin diferenciar el hablar con honestidad del ofender con arrogancia. Por eso cuando ganó el campeonato nacional con los Medias Blancas de Chicago en 2005, en vez de celebrar, Guillén gritó “Viva Chávez”, ensañándose contra quienes lo critican por su ideología; una actitud similar a la que adoptó Maradona cuando clasificó al Mundial de Sudáfrica de 2010, quien en vez de exudar alegría, insultó a los periodistas pidiéndoles entretenerse con sus genitales.

En casos como estos, en que las sanciones legales son impopulares y de difícil aplicación, los mejores correctivos son las fuertes medidas disciplinarias. Así el futbolista uruguayo Luis Suárez debió pagar 60 mil dólares de multa y se perdió ocho juegos por hacerle comentarios racistas al francés Patrice Evra en un partido entre el Liverpool y el Manchester United. Al basquetbolista de los Lakers, Kobe Bryant no le fue mejor, tuvo que pagar 100 mil dólares por comentarios anti gay contra un árbitro; mientras que la cadena ESPN echó y suspendió a un redactor y un comentarista por hacer acotaciones despectivas contra los asiáticos cuando se refirieron a la sensación de los Knicks de Nueva York, Jeremy Lin, el basquetbolista estadounidense de origen taiwanés.

Está visto que el derecho a la expresión siempre conlleva limitaciones, máxime cuando se trata de figuras públicas o personas con exposición mediática como los deportistas estrellas, cuyos dichos y acciones tienen mayor repercusión entre los más jóvenes. Pero no hay que preocuparse cuando prefieren la verborragia a abrazar causas como las de la UNICEF del Barcelona, promover la lectura como la NBA o combatir la drogadicción, ya que sus polémicas son útiles para generar discusión y aprendizaje. Después de todo, el caso de Guillén sirvió para recordar una vez más las atrocidades del régimen cubano.

La expresión sin sensibilidad de los deportistas célebres no es tan preocupante como cuando los gobernantes no se auto limitan, insultando desde sus tarimas a disidentes y críticos. En todo caso, los primeros crean polémica e imponen temas en la agenda social, mientras los segundos solo consiguen polarizar y dividir.

Aunque Guillén como Maradona tiene la virtud de enojar a la gente, es bueno que su caso se contextualice y no se generalice. De lo contrario, corremos el riesgo de que en otros casos, no diferenciemos la delgada línea existente entre exigir auto limitaciones e imponer censura.