Estamos con mi esposa en un crucero trasatlántico, muchos días en el mar sin costa a la vista. Hay cientos de actividades para entretenerse, cine, shows, gimnasio, juegos, deportes, música, leer y muchos etcéteras. Pero de todos, el mejor entretenimiento es interactuar. Cada desayuno, almuerzo, merienda o cena terminamos hablando con personas que tienen historias para contar.
La última conversación fue con una
mujer de 90 años y su esposo de 91. Viven en Ocala, Florida, después de 29
mudanzas por diferentes bases militares. Él, Jim, fue comandante de una base de
bombarderos B-52. Recorrió varias guerras, de esas que uno sufrió en
documentales y disfrutó en películas.
Fascinado por sus historias, sus
guerras y sus vidas en 29 bases militares con varios hijos, nietos y biznietos
le pregunté si las tenía escritas. Me miró sorprendido como que no se dio
cuenta cómo se le escapó el tiempo. “Viajamos mucho”, fue su excusa. “Igual
podrías escribirlas, tal vez nadie lo hará por ti”, le contesté. Me volvió a
mirar con ojos de arrepentido, como agradecido de que le dijeran que su vida
había valido la pena.
No motivé a Jim por casualidad.
Hace unos días leí una nota sobre la poeta Andrea Cote-Botero, ganadora del XXIV Premio Casa de
América de Poesía Americana. Ganó con “Querida Beth”, la pesadilla migratoria de su tía en Estados
Unidos para regresar a su Colombia a morir. Cuando le preguntaron por qué había
escrito sobre su tía, la poeta contestó: “(Ella) sabía que su vida iba a quedar en nada y quería ser
recordada. Me conmovió que tuviera tanta confianza en el poder de la
escritura”.
Espero haber trasmitido a Jim lo
que Cote-Botero se refiere a “el poder de la escritura”, no permitir que el
tiempo borre nuestras huellas.
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