Los mundiales están
destinados a pasar a la historia por lo extradeportivo, más que por goles y
campeones: La “mano de Dios” en el 86, el cabezazo de Zidane en el 2006 o el reciente
mordiscón de Luis Suárez al defensa italiano.
Con esas imágenes impresas
en el adn del fútbol, se entremezclan sospechas sobre arreglos de partidos y
sedes, dudas sobre si le darán una mano a Neymar y Brasil para llegar al 13 de
julio, así como la tuvo la dictadura argentina en el 78, más allá del olfato
goleador de Kempes y de los residuos de la jugosa “naranja mecánica” del 74.
Estos octavos de final no
podían tener mejor comienzo, precedidos por la controversia de una dura sanción
contra el “mike tyson” uruguayo, que puso en segundo plano los reclamos
sociales de miles de brasileños por un país menos corrupto y más digno. La
conducta de Suárez se prestó a bromas, memes
y hasta a sentencias psicológicas sobre su personalidad e infancia, similares a
las que llovieron sobre aquel Diego, desorbitado y drogado, festejando frente a
las cámaras en el mundial del 94.
Los uruguayos tienen hoy el
mismo odio por la Fifa que los argentinos sentimos cuando la enfermera se llevó
de la mano a Diego al patíbulo antidopaje. Todos anticiparon el fallo
lapidario, solo bastó la evidencia sobre el césped: Ayer, un Maradona increíblemente
sumiso y hoy, un Suárez teatrero agarrándose la dentadura.
Puede ser que la sanción a
Suárez haya sido desproporcionada. Así lo sintió el presidente uruguayo José
Mujica y también miles de sus compatriotas que creen que la Fifa carece de la autoridad
moral para juzgar y sancionar a alguien, cuando no puede con su propia
corrupción. La pena es fuerte y tal vez la justifique la reincidencia de un
jugador que ya ha mordido a otros colegas en Holanda e Inglaterra, donde
acumuló más de una veintena de partidos de suspensión.
Es cierto que la Fifa no
podría haber disimulado la agresión, en especial porque después de Sudáfrica reglamentó
poder actuar de oficio ante cualquier omisión garrafal del árbitro. Pero si
bien la suspensión de nueve partidos, la multa por 112 mil dólares y las
recomendaciones de que busque tratamiento psicológico para su adicción pudieran
sostenerse, resulta exagerado que, como a un criminal, le hayan suspendido por
cuatro meses de toda actividad futbolística, incluido presenciar partidos en
este mundial.
Parece que la Fifa se dejó llevar por el ruido generado, ya que
aunque los mordiscos revelan cierta perversidad, son menos peligrosos que las drogas,
los cabezazos o las planchas que rompen tibias y peronés.
La suspensión del
insustituible goleador tuvo un mal efecto en los uruguayos, quienes se
desmoronaron como aquellos argentinos desamparados del 94. No pudieron hacer
nada para que aflore la tradicional garra charrúa, capaz de convertir otro “maracanazo”.
Pese al suspendido Suárez y al
eliminado Ronaldo, por suerte el mundial está lejos de perder jerarquía. Otros goleadores
de raza están levantando las apuestas en Las Vegas. Como nunca, Muller,
Benzema, Rodríguez, Messi y Neymar la están embocando a fuerza de gambetas,
zurdazos y buen juego.
Más allá del fútbol, gracias
a Facebook, Twitter, Instagram y a las nuevas tecnologías, este mundial se ha
convertido en el más trasversal y democrático de la historia. Millones de
seguidores ocasionales, disputan conocimientos y estadísticas como si fueran fanáticos
de cada fin de semana y han creado una agradable conversación global, en la que
se habla con la misma intensidad sobre mordiscos y penales no cobrados, que
sobre modas estrafalarias, torsos y brazos tatuados, o sobre ídolos y marcas, camisetas
ceñidas de Puma, Nike y Adidas que remarcan pectorales y abdominales, y botines
fucsias y celestes o de arlequín, reservados antes solo para bufones.
Toda esta fiesta mundialista muestra la fortaleza del fútbol como deporte. Pero también sirve para esconder sus pecados. La Fifa con tanto ruido por un mordisco termina beneficiada. Se agazapa y evita dar respuestas sobre temas mucho más importantes que la conducta de los jugadores dentro de la cancha, como el arreglo de sedes, sobornos y ganancias estratosféricas en un país cuyas autoridades fueron incentivadas para manosear dineros públicos en la construcción de estadios con total deshonestidad.
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