Barack Obama creó la figura de no cruzar la “línea roja” para argumentar
la intervención militar contra quienes osaran utilizar armas químicas. Pero
nunca imaginó cuán diferente interpretación tendría su propuesta hasta que
intentó aplicarla para escarmentar al régimen sirio de Bashar al Assad.
No tuvo mucha suerte en su Congreso y en la cumbre del Grupo de los 20
en St. Petersburg, adonde acudió en busca de consenso para una operación
quirúrgica y limitada contra un régimen al que acusa de matar a 1.429 personas
con gas sarín en un barrio de Damasco. La “línea roja” para muchos, entre ellos
Vladimir Putin, solo debe aplicarse a través del Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas. Otros líderes prefieren agotar alternativas diplomáticas,
aplicar sanciones económicas o recurrir a tribunales internacionales.
Y no es que a Obama le falten pruebas, pero sí credibilidad. Gobiernos
aliados y enemigos no creen en un EE.UU. imponiéndose siempre como gendarme; y los
estadounidenses están cansados de que se malgaste su dinero en conflictos
foráneos de difícil resolución. Gran parte de la desconfianza se debe al
descrédito heredado por los yerros garrafales sobre la existencia de armas de
destrucción masiva en Irak. Pero también por sus errores y promesas
incumplidas.
No tanto por cuestiones internas, entre ellas la aún existente cárcel
de Guantánamo, como por las externas. Obama permitió un intensivo espionaje contra
todos los gobiernos del mundo como demuestran los miles de documentos filtrados
por Edward Snowden, y se puso en ridículo a la diplomacia internacional con el
millón de cables secretos que el soldado Bradley Manning filtró a Wikileaks.
Pero más que la credibilidad, con Obama se desvaneció la esperanza. Al
principio de su mandato - premio Nobel de la Paz en mano por promover el desarme
nuclear y el retiro de tropas en Irak y Afganistán - la ilusión en Obama fue
porque terminaría guerras y no por comenzarlas, y porque practicaría el
multilateralismo con anuencia de la comunidad internacional. El conflicto sirio,
en cambio, lo desenmascaró buscando consensos forzados, como atrapado en su
“línea roja” y amenazando con acciones unilaterales.
También es cierto que su
posición como líder de la mayor potencia mundial no es fácil. Calificado de tímido
y débil sino actúa, y arrogante si lo hace. El Congreso lo critica sino somete
a voto su guerra y si lo hace, como sucedió, lo acusan de evadir su
responsabilidad. Sabe que de cualquier forma que actúe, así como les sucedió a
sus antecesores con otros conflictos externos, probablemente erosionará su
capital político y su fuerza para otras reformas internas como la salud pública
y la inmigración.
La ironía es que Assad es
quien más se está beneficiando de la “línea roja”. Puso al descubierto que la
otra opción, los rebeldes, también son sanguinarios y la hipocresía de una
comunidad internacional que hace poco por limitar un conflicto con cien mil
muertos, dos millones de refugiados y cinco de desplazados, en el que varias
veces se usaron armas biológicas, aunque de menor escala al 21 de agosto.
Poco antes de llegar a St.
Petersburg, Obama trató de compartir responsabilidades con todos los actores. “No fui yo
quien trazó una línea roja, fue el mundo; no es mi credibilidad la que está en
juego, es la de la comunidad internacional, la de EE.UU. y la del Congreso”, dijo
desafiante, aunque sin convencer.
Obama no la tiene fácil. Al final de la cumbre consiguió apoyo de 10
países del G-20, pero para actuar con prudencia y, además, le aparecieron
opositores inesperados de peso, como Francisco. El Papa convocó para este
sábado a una jornada de ayuno y oración en contra de la intervención militar.
Una idea que los obispos estadounidenses convirtieron en mandato, instando a
sus fieles a que llamen a sus representantes para oponerse a Obama, quien el
martes tratará de convencer a la opinión
pública y al Congreso.