Después de tantos amagues entre
vientos de guerra y diplomacia de última hora sobre la acción a tomar contra
Siria por el uso de armas químicas, los gobiernos de Barack Obama y de Vladimir
Putin llegaron, por suerte, a firmar un acuerdo histórico. EE.UU. renuncia a
utilizar la fuerza militar como represalia y Rusia a permitir que el Consejo de
Seguridad disponga atacar al régimen de Bashar el Asad si no cumple con el
mandato.
El acuerdo es duro para
Bashar el Asad y termina con todo tipo de especulaciones sobre si tiene o no y
si emplea o no armas químicas, lo que una delegación internacional de expertos
de la ONU definió como pruebas “abrumadoras” de que fueron usadas el 21 de
agosto en un barrio de Damasco donde murieron 1.429 personas por intoxicación
con gas sarín.
Asad deberá identificar
todos los depósitos de armamento bacteriológicos en el territorio nacional y entregar
en un plazo breve todo el arsenal a Rusia y EE.UU. que procederán a destruirlo
de inmediato. El acuerdo elimina toda intención de Obama de seguir buscando
consenso para atacar y al mismo tiempo blanquea una situación, ya que Putin
venía negando que el gobierno sirio estuviera usando armas químicas.
Aunque el tratado no lo plantea,
se abre un compás de esperanza para que los dos países sigan buscando soluciones
para detener la guerra civil, la más sanguinaria de las últimas décadas debido
a los crímenes de lesa humanidad cometidos tanto por el gobierno como por los
rebeldes; un escenario que excluiría a Asad del mapa político.
Lo más trascendente es que
este acuerdo revela que cuando existe voluntad política, hasta los problemas que
aparentan ser más difíciles y truculentos, también pueden ser superados.
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