La embriagante pero pasajera
alegría por los tres golazos de la “verde amarela” a la “furia roja” en la
final de la Copa Confederaciones, no disipó las protestas callejeras de los brasileños
ni sus sueños por alcanzar una felicidad más duradera.
Si las autoridades esperaban
que la victoria contra España amortiguara el impacto de las protestas, los
brasileños redoblaron la apuesta y se multiplicaron en 353 ciudades esta semana,
expresando sus reclamos por un mejor gobierno y mayor bienestar. Pareciera que
ya no quieren que la alegría que exportan gracias al fútbol, la samba y el
carnaval, sean los únicos productos de su identidad nacional o su marca
registrada en el extranjero.
Las protestas invitan a todos
los brasileños, gobernantes y gobernados, a una discusión más profunda de la
que muestran las pancartas. Se trata de un debate sobre la alegría y la
felicidad; entre la satisfacción y el placer personal, y aquellas virtudes,
como la justicia y la igualdad, que hacen al bienestar de todos.
Con motivo del 4 de julio,
Día de la Independencia de EE.UU., la revista Time publicó un interesante
artículo respecto a la interpretación de la “la persecución de la felicidad”
uno de los tres derechos, que junto al de la vida y el de la libertad, se
expresan como fundamentales en la Declaración de Independencia de 1776.
La búsqueda de la felicidad
como la interpretaba el principal redactor de la Declaración, Thomas Jefferson,
no se trataría solo de lograr un objetivo de dicha personal, sino más bien la
obligación de la sociedad y del gobierno a buscar y alcanzar el bien común. Jefferson
definía a la felicidad, el bien último del ser humano, desde la virtud y la
buena conducta que pregonaba Aristóteles y desde la bondad y la justicia de Platón.
De esa manera, esa búsqueda del
bien común - una tarea prioritaria que deben asumir el gobierno y los
servidores públicos, quienes no pueden anteponer sus intereses políticos o
partidarios por sobre los de la ciudadanía - es lo que permite a las personas
alcanzar el bienestar y la dicha individual.
En Brasil, el espíritu de
las protestas revela que la gente está harta de la demagogia, del “pan y circo”.
El reclamo no es tanto por la mejora de los servicios públicos, sino una
interpelación al gobierno sobre la impunidad, la falta de transparencia, la corrupción.
Exigen igualdad para que todos puedan luchar por sus sueños y prosperidad.
Pese a algunos actos de violencia
entre manifestantes y policías, se debe reconocer que el gobierno de Dilma
Rousseff tuvo la prudencia para aceptar los reclamos y actuar en consecuencia.
La ley anti corrupción y el plebiscito que permitirá una reforma política que aumentará
la participación ciudadana en el proceso político y que haya transparencia en
las finanzas de las campañas electorales, revelan humildad gubernamental.
También importante, es que
el gobierno de Rousseff – a diferencia del kirchnerismo argentino y el chavismo
venezolano - no atinó a contrarrestar las movilizaciones creando marchas paralelas
ni movilizando a las huestes del Partido
de los Trabajadores.
Tal vez esa actitud comprensiva
del gobierno, forzada en parte por el brusco declive de popularidad de
Rousseff, haya sido incentivada por las palabras del papa Francisco, quien a
pocos días de ir a Río de Janeiro para las Jornadas Mundiales de la Juventud,
dijo que las reivindicaciones de los jóvenes por una mayor justicia no
contradicen los Evangelios.
El gobierno sabe que el
respaldo de Francisco no es demagógico, sino que se fundamenta en el método de
trabajo de los obispos brasileños que siempre apoyaron a los pobres y los “sin
tierra” a través de las comunidades de base, activas en todo el país. Hoy, los obispos
reivindicaron los gritos juveniles contra la “corrupción, la impunidad y la
falta de transparencia de la gestión pública”, poniendo el acento en el derecho
democrático a las manifestaciones “que debe ser siempre garantizado por el
Estado”.
Pese a que la felicidad se identifica con aspectos de bienestar personal como acceso al dinero, salud, placer y alegría, las protestas brasileñas están demostrando esa otra dimensión de la felicidad, la del bien común, la cual tiene en la corrupción a su mayor antónimo.
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