Pronto habrá humo blanco. No
debería importar que el nuevo papa sea joven o viejo; italiano, austríaco o
latinoamericano; pero que tenga la firmeza de Cristo para echar a la escoria de
la Iglesia y la convicción para reformarla.
La “suciedad” a la que
refería el ahora Papa Emérito, todavía está enquistada en la cúspide y en la
base de la curia. Los VatiLeaks confirmaron cuán sucias e intrigantes son las
finanzas del Vaticano; y las denuncias de víctimas de abusos, cuán esparcida
está la pederastia en muchas diócesis del mundo.
El encubrimiento de estos
crímenes por la jerarquía de la Iglesia, muestra el trabajo colosal que enfrentará
el próximo Pontífice para derrotar la opacidad y reconquistar la credibilidad
de los fieles. Una tarea de “tolerancia cero” contra los corruptos, que
Benedicto XVI dejó inconclusa cuando su físico y espíritu le dijeron basta.
Ojalá que en el nuevo papa
confluyan la espiritualidad pragmática de Juan Pablo II y la intelectualidad
teológica de Benedicto XVI, pero también un carácter más progresista y reformista
que sus antecesores no tuvieron. La Iglesia no solo necesita salir de esta
crisis, sino ir más lejos. Así como con el Concilio Vaticano II, se hizo más
terrenal y optó por los pobres, ahora la Iglesia necesita ser más incluyente y
misericordiosa.
Acabar con la discriminación
de la mujer a la vocación del sacerdocio y la imposición del celibato, son temas
urgentes que no comprometen la moralidad cristiana como otros referidos a la eutanasia,
el aborto o la manipulación de las células madres. En lo pragmático,
resolverían la división entre católicos ortodoxos y liberales, la escasez de
vocaciones y ayudarían a cambiar una cultura oscurantista que ha sido cultivo para
los abusos sexuales.
La abolición del celibato
obligatorio – y que sea solo una opción - es tema de vieja data y recurrente. Como
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y como papa, Benedicto
XVI mostró su oposición. Sin embargo, cuando enseñaba Teología en su Alemania
natal, Joseph Ratzinger, firmó en 1970 un documento con otros sacerdotes, en el
que pidió a la Conferencia Episcopal de su país, una revisión urgente de la
regla del celibato.
Días atrás, antes de
renunciar a participar del cónclave de cardenales en el Vaticano por denuncias de
conducta sexual inapropiada, el cardenal de Escocia, Keith O’Brien, también defendió
que los curas “puedan casarse y tener familia”, lo que describió como compatible
y beneficioso para la vida pastoral.
En caso que el nuevo
pontífice abrace una reforma, no creo que el papa emérito se interponga, como
algunos predicen. Benedicto XVI comprometió obediencia incondicional a su
sucesor, siempre se mostró ajeno al poder y sabe que son otros los temas
mundanos y graves con los que “el diablo ensucia la obra de Dios”.
Por esas suciedades
justamente renunció, en plena libertad, sabiendo que ya estaba débil y viejo, y
consciente de que se necesita fortaleza física y espiritual para afrontarlas.
No por nada los escándalos sexuales y financieros se intensificaron durante la convalecencia
de Juan Pablo II.
Ahora el papa emérito tendrá
un merecido descanso, recompensado por una vida de meditación que ama, después
de haber lidiado con muchas tempestades y durante las cuales creyó que “el
Señor parecía dormir”.
Su legado es grande. Como
uno de los teólogos más sabios, dejó enseñanzas y liderazgo, rematadas en clases
magistrales de catecismo y en tres encíclicas papales sobre la esperanza, la
caridad y el amor, quedándole en el tintero otro sobre la fe. Y con su reciente
tríptico “Jesús de Nazaret”, concluyó una misión literaria de más de 65 libros
sobre fe y dogma cristianos.
Su obra más generosa, sin
embargo, no fue mística ni espiritual, sino pragmática y burocrática. Tomó al
diablo por la cola, reconoció pecados y delitos de la curia, exigió
investigaciones internas, demandó justicia ordinaria y, en especial, hizo que
la Iglesia se asumiera piadosa y caritativa con las víctimas.
Benedicto XVI también fue débil para castigar, de ahí su pedido de perdón. Sin embargo, se debe reconocer que fue mucho más que un papa de transición, alguien que sacudió a la Iglesia y la hizo más transparente, una puesta a punto para que un nuevo líder abrace la tarea de reformarla y modernizarla.
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