La cantidad de votos que consigue un candidato no define el nivel de
democracia de un país. Por eso ni el impresionante 57% conseguido por Rafael
Correa en su reelección del domingo, ni el 55% de Hugo Chávez en 2012 o el 54%
de Cristina Kirchner en 2011, los convierte automáticamente en presidentes
democráticos.
El proceso electoral es solo un aspecto de la democracia. También es
importante la división de poderes, los métodos de fiscalización y contrapesos, la
transparencia de la gestión pública, la libertad de prensa, la tolerancia y
respeto por las minorías.
El argentino Juan Domingo Perón, el peruano Alberto Fujimori y varios líderes
mexicanos durante los 71 años del PRI en el mando, son algunos ejemplos de
presidentes que ganaron elecciones con amplio apoyo popular. Sin embargo,
fueron tan o más autoritarios que algunas dictaduras que usurparon el poder.
Antes como ahora, medir la democracia solo por el número de votos sería
una equivocación. Siempre el “poder popular” fue amasado con vicios y clientelismo
político en base a reformas constitucionales, prebendas, compra de votos,
fraude, propaganda desmesurada, presiones y contubernios políticos a cambio de
privilegios o favores futuros.
No se puede desconocer que Correa logró importantes avances económicos
y que sacó a millones de la pobreza a través de un nacionalismo que considera
revolucionario. Pero esos logros tampoco definen una democracia; el tirano
chileno de derecha, general Augusto Pinochet, y el dictador de izquierda
peruano, general Juan Velasco Alvarado, también desarrollaron la economía de
sus países.
Correa fue construyendo su poder político imponiendo cortapisas a los
otros poderes, a los que ha descalificado por corruptos, desestabilizadores y
oligarcas. Así, como Chávez, Daniel Ortega en Nicaragua y ahora pretende Kirchner
en Argentina, la “democratización” de la justicia, fue para asegurarse que los
jueces siempre favorecieran las pretensiones de su gobierno.
En materia de libertad de prensa Correa fue más radical y ya anunció
que lo será aún más en su nuevo mandato. Al celebrar su victoria dijo que la
prensa “mercantilista, manipuladora y corrupta” fue derrotada en las elecciones
(¿?), por lo que prometió que el congreso, ahora de mayoría oficialista,
aprobará la Ley de Comunicación.
A su democratización de los medios la vende muy bien, pero es solo
excusa para coartar el último bastión de crítica y gobernar a sus anchas, ya
que la futura ley tiene el mismo diseño “democratizador” que la reforma
judicial. Entre sus aspectos más graves, establece una nueva recomposición de
medios dejando en manos privadas solo al 33%, mientras que al Estado y a los
sectores comunitarios también les otorga un 33% de propiedad a cada uno.
A simple vista, la distribución es pareja y la comunicación pinta más
plural. Pero la democracia y la libertad
de prensa requieren de una gran diversidad de medios independientes para que
fiscalicen al poder, característica que solo tienen los medios privados
comerciales. El Estado, por la experiencia actual en Ecuador, Argentina,
Venezuela y Nicaragua, ha creado gigantescos aparatos de medios gubernamentales
que no usa como públicos (autónomos, con espacio para todos los sectores, incluidas
las minorías), sino para diseminar propaganda, por lo que su función es demagógica,
no democrática.
Con los medios comunitarios o del “poder ciudadano” - que bien
servirían para dar voz a las comunidades que no la tienen – sucederá lo mismo
que en Venezuela, donde fueron entregados solo a instituciones chavistas y
acríticas del gobierno. Además, su debilidad radica en que no tienen función
fiscalizadora ni investigativa y, debido a que reciben subsidios estatales, son
fácilmente controlables.
El presidente hondureño Porfirio Lobo, cansado de las denuncias en su
contra, también quiere “democratizar” a los medios. Ya tiene un anteproyecto de
ley de comunicación muy “estilo Correa”, con los mismos beneficios para el gobierno,
en detrimento del sector privado al que busca “disciplinar”.
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