La cobertura de la violencia no es nada fácil para los medios de comunicación, no solo por los riesgos que asumen los periodistas, sino porque existe una línea muy delgada entre informar con equilibrio, caer en el sensacionalismo o hacer apología del delito.
El hallazgo de 49 cadáveres descuartizados en un camino de Monterrey, el bombazo terrorista contra un ex ministro en el centro de Bogotá y las víctimas mortales en motines de cárceles hondureñas y venezolanas, son algunos de los hechos que en estos días desafiaron las políticas editoriales de los medios. No solo debieron sopesar cómo publicar, sino cómo lo haría la competencia y cómo se propagarían los hechos por las redes sociales, preocupación adicional inexistente hace unos años.
Pero la decisión se torna más difícil, cuando los medios son blanco directo de esa violencia, por lo que deben adoptar decisiones editoriales a veces contrarias a sus propios objetivos informativos, como ocurrió con el diario mexicano El Mañana, de Nuevo Laredo.
Dos días después de sufrir un atentado con metralleta y explosivos, El Mañana anunció en un editorial, que se abstendría de publicar información sobre las disputas violentas entre los carteles del narcotráfico. En un ambiente de impunidad, el diario razonó que la autocensura es la única forma para blindar a los periodistas; considerando, además, que ya ha sufrido otros atentados y que en 2004 fue asesinado su director editorial.
El Mañana también justificó su decisión para evitar la manipulación de los narcotraficantes, quienes en la divulgación de la violencia consiguen su objetivo de amedrentar a toda la sociedad y afirmar su dominio.
Decisión parecida adoptó esta semana el diario colombiano El Espectador, que tras el intento de asesinato del ex ministro y periodista Fernando Londoño Hoyos, se negó a publicar la noticia en su portada. En cambio, colocó un cintillo con fondo negro arriba de su logotipo en el que se leía “NO al terrorismo”.
Podrá argumentarse que esa decisión fue irrelevante en materia noticiosa si se considera que los detalles del atentado se desparramaron por otros medios y en las redes sociales, hasta con videos de teléfonos móviles capturados por los transeúntes. Sin embargo, la valía de la actitud editorial de El Espectador de no publicitar ese acto de terror, radica en su mensaje político frente a la violencia.
Similar al que adoptó en febrero, cuando decidió no publicar sobre atentados de las FARC en tres ciudades del interior o cuando en 1986 lideró un apagón informativo de un día que adoptaron todos los medios colombianos, en protesta por el asesinato de su director, Guillermo Cano, ordenado por Pablo Escobar.
Las decisiones editoriales no están exentas de provocar pérdida de credibilidad, ahuyentar a las audiencias o hasta provocar sanciones económicas y castigos legales. Por eso, muchos medios tratan de prevenir situaciones engorrosas con conductas de autorregulación, como lo hizo el diario salvadoreño La Prensa Gráfica, que en 2005 adoptó un manual de estilo para lidiar mejor con la publicación de hechos violentos.
Estas políticas por lo general no impiden publicar los hechos, sino asumirlos desde otra perspectiva. Recuerdo que tras el atentado terrorista contra el metro en Londres en 2005, un tabloide británico se diferenció del resto, con una plácida fotografía de un estacionamiento atestado de automóviles que no habían sido recogidos por las víctimas. Bajo el titular “El Día después”, su mensaje fue más potente que las demás portadas llenas de sangre, escombros e hierros retorcidos.
En Venezuela, en cambio, los medios no tienen mucho margen de maniobra. La autoridad aplicó la ley para censurar a El Nacional por publicar fotos de una morgue e impuso una multa millonaria a Globovisión, por mostrar imágenes de un motín carcelario. En Ecuador, una ley de Comunicación prevé cerrar aquellos medios que el gobierno considere que propagan la violencia, lo que, en un clima tan politizado, equivale a implantar la censura oficial.
Si bien el sensacionalismo puede disgustar a muchos, lo importante es permitir que los medios puedan asumir sus propias decisiones. En la pluralidad y diversidad de posturas editoriales, más que en la uniformidad que busca la censura, podrán encontrarse las mejores respuestas a la violencia.
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