Los positivos resultados conseguidos por los gobiernos de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay sobre crímenes de lesa humanidad cometidos por las dictaduras militares, pudieran estar encubriendo la desatención que los estados prestan a la defensa de los derechos humanos.
En la actualidad no solo se registra un alto índice de violaciones a los derechos humanos, sino también un incremento estrepitoso de casos de persecución, maltrato y crímenes contra activistas que defienden y promueven los derechos de las mujeres, niños, homosexuales, indígenas y otros grupos vulnerables en América Latina.
Un informe de 300 páginas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) advertía a principios de marzo de graves ataques, amenazas, desapariciones y asesinatos contra activistas, sindicalistas y líderes comunitarios de Brasil, Colombia, El Salvador, Guatemala, Honduras, México y Venezuela.
En su segundo reporte en seis años, titulado Situación de las Defensoras y Defensores de Derechos Humanos en las Américas, la CIDH estableció que Colombia es el país donde se registran mayores agresiones, mientras que en Honduras, México y Guatemala se cometieron 75, 61 y 59 asesinatos de activistas, respectivamente, en los últimos años.
No es tan problemático el hecho de la violencia generalizada en el continente, como que en muchos casos es consumada por la fuerza pública y grupos paraestatales, como ocurre en México, Venezuela, Brasil y Honduras.
A esa falta de garantías y desprotección de parte del Estado, lo más alarmante es que muchos gobiernos no solo toleran esa violencia e impunidad, sino que además desacreditan a los defensores y sus organismos, con el objetivo de blindarse ante las críticas y evitar que supervisen las violaciones a los derechos humanos en sus territorios.
En un informe ante la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas la semana pasada, el secretario ejecutivo de la CIDH, Santiago Cantón expuso que además de la violencia, existe una “creciente sofisticación” de los mecanismos estatales para impedir, obstaculizar o desmotivar la protección de los derechos humanos, entre ellos, demandas judiciales contra los defensores y restricciones a sus fuentes de financiación.
La denuncia de Cantón tenía destinatario concreto: Rafael Correa. El Presidente ecuatoriano, junto con Hugo Chávez, viene solicitando en foros públicos la eliminación del actual sistema interamericano de derechos humanos, en represalia por las exigencias que le planteó a su gobierno por violaciones a la libertad de expresión de sus ciudadanos y persecución judicial contra periodistas.
A fines de enero, Correa logró incorporar tres recomendaciones en el Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos, que lejos de fortalecer el sistema como argumentó, tienden a limitar el trabajo de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de ese organismo. Correa consiguió que los miembros de la OEA, a excepción de Costa Rica, Uruguay y Panamá, avalen su propuesta para que la Relatoría no pueda recibir financiamiento de países europeos, no pueda hacer denuncias sobre violaciones ni publicar su informe anual país por país.
Correa logró así un doble propósito, neutralizó el trabajo de monitoreo y de alertas de la Relatoría, y evitó que se consideren otras recomendaciones sobre mayores recursos económicos y humanos con los que debería contar el sistema interamericano para administrar más justicia y operar con más eficiencia y menos burocracia.
Como ocurre en Venezuela y Ecuador, y se deja entrever en el gobierno de Cristina de Kirchner, con fronteras comerciales y financieras cada vez más cerradas, estos países tienden a acusar a los activistas locales y extranjeros de entrometerse en asuntos internos. Así, mediante eslóganes populistas, justifican la defensa de la soberanía promulgando leyes que bloquean la posibilidad de que reciban asistencia financiera para sus operaciones.
Más allá de los crímenes contra los activistas y de las infracciones en general, queda claro que el deterioro de los derechos humanos es de índole política. Es por eso que a los gobiernos actuales les resulta más fácil hurgar y condenar el pasado, que asumir su responsabilidad por las violaciones del presente.
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