Terminó una guerra que por sus motivos no debiera haber comenzado. EE.UU. no consiguió jamás probar que el régimen de Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva ni que el líder iraquí tenía fluidas relaciones con Al Qaeda.
Las últimas tropas se marcharon el domingo rumbo a Kuwait, donde el papá de George W. Bush había comenzado la del Golfo Pérsico, más rápida y exitosa. Esta de Irak, en cambio, tuvo nada de exitosa, más de 100 mil iraquíes y unos 4.500 soldados estadounidenses murieron y otros 30 mil quedaron lisiados, lo que engrosará una lista de veteranos que requerirá de mayor atención psicológica y médica y que regresa a un país que debe incorporarlos a un mercado laboral endeble.
Si a todos esos gastos fijos y potenciales se le suma el billón de dólares gastado durante la operación de casi 9 años, son pocas las conjeturas que se pueden hacer a favor de la guerra, la que incluso no logró aquietar una violencia interna entre grupos étnicos eternamente en disputa. Lo único rescatable lo tomó prestado Barack Obama, quien cumplió con su promesa de campaña, la que también incluyó enviar muchas de las tropas en Irak hacia Afganistán, el otro bastión indomable que en décadas anteriores ni la Unión Soviética pudo controlar.
El futuro de aquella zona no pareciera depender del involucramiento directo de las grandes potencias, las que muchas veces están prestas a estabilizar una nación no por la necesidad de paz, sino por razones estrategias que tienen que ver con la energía del petróleo que todavía domina sobre el mundo.
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