“El que mucho abarca poco aprieta” es el refrán popular que mejor define el resultado de la visita de cinco días de Barack Obama a América Latina.
Digno de una gira pontificia por lo sobrecargado de esperanza económica y de fe política en la región, que en forma cíclica recae en burbujas mercantiles, revoluciones demagógicas, elecciones fraudulentas y corrupción sin freno, el discurso del presidente estadounidense desde Chile a Latinoamérica, fue tan abarcador en propuestas como escaso en soluciones.
El barullo provocado por la radioactividad en Japón, la intervención militar en Libia y la insistencia de Brasil por convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, hicieron que el tema más importante, el de la justicia, origen, fuente y consecuencia del subdesarrollo democrático de la región, pasara desapercibido.
Angustiados por la inseguridad cotidiana, Obama habría ayudado mejor a los ciudadanos latinoamericanos si hubiera exigido más justicia. Si hubiera condicionado todo apoyo económico a la región, hasta que los gobiernos recipientes de ayuda garantizaran la independencia judicial, se comprometieran a sancionar y reformar leyes más intolerantes a la corrupción y la impunidad u ofrecieran más recursos, profesionalización y protección a jueces y fiscales.
Fue positivo que Obama reconociera que el consumo de drogas en el norte es responsable de los desbarajustes que genera el narcotráfico en el sur. Aunque debería haber agregado que el argumento no es excusa para no combatir al crimen de raíz. En EE.UU. también existen los carteles, pero con la ley se los persigue, desmantela o reduce antes de que provoquen violencia despiadada, que infiltren las instituciones y sus dineros corrompan los circuitos electorales, como sucede en México, Perú, el Caribe o Centroamérica.
En EE.UU. hay también mucha corrupción, pero a diferencia de otros países, las consecuencias son severas. La rigurosidad de la justicia, que se aplica sin intervención ni favoritismos políticos, es la mayor garantía de igualdad que tienen los ciudadanos. Se administra de la misma forma contra un desfalcador como Bernard Madoff, contra un pobre que evade impuestos o contra Lindsay Lohan por manejar pasada de copas o robar de una tienda un collar de fantasías.
Ningún funcionario estadounidense, menos un presidente, podría recibir una maleta con 800 mil dólares o enriquecerse comprando tierras fiscales para venderlas por el quíntuple de su valor, creyendo que sus delitos quedarían impunes o acallados. Tampoco la Corte Suprema podría dar un aval político en contra de la propia Constitución que debe custodiar, como sucedió con el presidente nicaragüense Daniel Ortega, a quien un fallo lo habilitó para la reelección indefinida.
Como la falta de justicia es una violación flagrante a los derechos humanos, se hace legítimo su defensa más allá de las fronteras. Por ello, Obama no tendría que haber temido entrometerse en la soberanía de otros estados y denunciar que la justicia por ser lenta e inoperante no solo que no disuade a los delincuentes y genera inseguridad, sino también aleja las inversiones. Guatemala es un ejemplo de esa ineficiencia, siendo que solo seis de cada cien delitos violentos terminan en sentencia.
Los gobiernos tampoco hacen mucho para proteger a sus jueces y auxiliares de la justicia. En Colombia, esta semana fue ultimada Gloria Gaona, elevándose a 287 los jueces asesinados desde 1989 y más de 750 fueron amenazados en el último lustro. En México, desde que asumió Felipe Calderón, más de dos mil policías fueron asesinados.
Fue importante que Obama anunciara que EE.UU. quiere recuperar su liderazgo en la región; aunque sonó muy oportunista cuando remarcó objetivos económicos. Obama debió haber mostrado más liderazgo, criticando la falta de libertades en muchos países y condicionando un alto porcentaje de los 200 millones de dólares que prometió a Centroamérica, para que se fortalezcan los sistemas judiciales, ya que a largo plazo será la seguridad jurídica, la independencia y profesionalización de los jueces, el mejor antídoto contra el narcotráfico, los autócratas y los corruptos.
La fortaleza de una república es proporcional al grado de independencia, madurez y eficiencia de su sistema judicial. Cuando funciona y existen castigos e incentivos para todos con igualdad y sin privilegios, el ciudadano gana en credibilidad y la democracia en autoestima.
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