sábado, 14 de febrero de 2009

Paramilitares y parapoliciales

Escudándose en una sensación de inseguridad ciudadana que no pueden dominar, algunos gobiernos latinoamericanos toleran o amparan a grupos paramilitares y parapoliciales que actúan con impunidad y sin cabida en principios constitucionales a los que están supuestos proteger.
Bajo el título “Matar y morir por Chávez” en el periódico El País de Madrid, un dirigente de la agrupación parapolicial venezolana La Piedrita, jactándose de que ni la policía ni el ejército entran en sus dominios del barrio 23 de enero en Caracas, confesó con naturalidad la autoría de varios atentados y se ufanó de declarar “objetivo militar” a medios de comunicación y periodistas prominentes de Venezuela. Todo ello, sin que alguna autoridad haya siquiera condenado semejante glorificación del delito.
La Piedrita es sólo uno de los tantos grupos de estas dañinas estructuras paralelas del Estado que también son utilizadas en no pocos países para instigar a la violencia y como fuerzas de choque para controlar o amedrentar a detractores y opositores al oficialismo. En Bolivia, los Ponchos Rojos juraron defender fielmente al presidente Evo Morales, en Nicaragua los Consejos del Poder Ciudadano controlan a las muchedumbres que se oponen a Daniel Ortega y en Argentina el gobierno moviliza a sus piqueteros para contrarrestar fuerzas tanto de rivales como de líderes agrarios.
A diferencia de los cuerpos policiales cuya misión es la prevención del delito, estas asociaciones sin formación y cargadas de armas, suelen degenerar en conductas cada vez más violentas y abusivas, tornándose ingobernables. En Río de Janeiro, por ejemplo, la policía y el ejército se esfuerzan por combatir a los milicianos, unos parapoliciales que originalmente daban protección en las favelas, pero que se han tornado más peligrosos que los narcos, contra quienes compiten por negocios y territorio.
Tanto como los parapoliciales, muchas tropas paramilitares fueron concebidas para disimular la ineficiencia del Estado en ofrecer seguridad a sectores productivos desprotegidos, aunque al poco tiempo empezaron a utilizar métodos más sofisticados que sus contrincantes para matar, secuestrar o extorsionar, incluso a quienes habían solventado su creación. Así ocurrió con las Autodefensas Unidas de Colombia o con los Zetas, la élite del ejército mexicano originada para combatir el narcotráfico y la contrainsurgencia, pero cuyos integrantes desertaron para convertirse en el brazo armado y sanguinario del Cartel del Golfo.
Latinoamérica tiene un pasado muy sombrío en paramilitarismo. Numerosas asociaciones fueron generadas con políticas conscientes de terrorismo de Estado en asociación con servicios de inteligencia, toleradas por gobiernos, apoyadas por la sociedad civil y gestadas con dineros de agencias estadounidenses con la intención de erradicar a las izquierdas subversivas. Las triple A en Argentina, los escuadrones de la muerte en El Salvador, las Patrullas de Autodefensa Civil en Guatemala, los escuadrones de Febres-Cordero en Ecuador y el Grupo Colina de Fujimori en Perú, son ejemplos de que se generó tanto terror como el que se buscaba desterrar.
En este sentido, el paramilitarismo y el Estado latinoamericanos son como la historia de Frankestein, en la que al final la criatura descontrolada se vuelve contra su creador. En muchos países, para evitar esta trama mortífera, gobiernos como los de Alvaro Uribe, de Evo Morales, de Felipe Calderón o de Fernando Lugo, optaron por políticas de depuración para con sus cuerpos de seguridad.
La purga no es mala en sí misma, en especial por la complicidad de muchos agentes y oficiales con el crimen organizado. Sin embargo, sería un error pensar que el problema del paramilitarismo y de los parapoliciales radica solo en las policías y los ejércitos.
Las turbas paralelas en Argentina, Bolivia, Nicaragua y Venezuela son nutridas por los poderes políticos a espaldas de las instituciones castrenses y policiales, por lo que una depuración, en todo caso, debería darse a ese nivel antes de que sea demasiado tarde. El poder político parece no entender que es en referencia a él lo dicho en la Carta Democrática Interamericana sobre que es fundamental a la democracia “la subordinación de las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida”.
Si se acepta la tolerancia de los gobiernos a esas estructuras paralelas maléficas que generan mayor violencia e inseguridad, se estará permitiendo una fórmula altamente explosiva para la democracia.